Ha
llegado a la última estación, pregonada por una voz metálica medio minuto antes.
El propulsor subterráneo la lleva de nuevo hasta la superficie, tan diferente a
la de la capital que ha abandonado. Allí los transbordadores se deslizan sobre
las blancas líneas dibujadas en el suelo. Cada uno con su línea, siempre el
mismo camino, siempre diferente al de los demás. Los moradores de la superficie
se abandonan a este movimiento errático, que deberá conducirles hasta su
destino.
Entre
estos moradores se encuentran, ocultos y camuflados, autómatas. No es fácil
distinguirlos de los humanos “puros”, pero prestando un poco de atención se
puede identificar a estos seres infiltrados, y la joven conoce las señales.
En
realidad, hacen todo lo que hace una persona normal. Inician su jornada con la
salida de la Estrella 0 (el Sol en la
antigua nomenclatura erciana*), y acuden a las empresas
para realizar trabajos relacionados en su mayoría con la economía en todas sus
escalas. Algunos científicos intentaron programar una cierta cantidad de estos
autómatas para desarrollar sus cualidades (que no habilidades, pertenecientes
todavía al ámbito del homo sapiens de
la Nueva Era Atómica) en actividades artísticas, sin ningún resultado. Los
humanos despreciaron este arte por ser demasiado sencillo, o demasiado abstracto,
o demasiado cargado de cuestiones sin trascendencia; el resto de autómatas sencillamente
lo ignoraron, el arte es para quien tiene emociones.
Cuando
salen de sus oficinas, grises y elegantes, tan algorítmicas como ellos, se
dirigen inmediatamente a los grandes transbordadores que cruzan la ciudad igual
que ellos, sin pensarlo, siguiendo caminos marcados que no acaban, que siempre
vuelven a empezar. Bajan de estos transportes extenuados, sedientos de un
enchufe de donde poder tomar la energía gastada durante el día. Se alimentan de
información, se nutren de millones de datos sobre las materias más dispares,
que recopilan a través de sus extensiones electrónicas. Cuando dichas
extensiones se rompen, deben ser reemplazadas lo antes posible, o el autómata
quedará inservible, obsoleto, inutilizado para ese trabajo que se les ha
asignado sin preguntarles.
Estos
autómatas, tan robóticos al principio, se han ido perfeccionando con los años.
Como su presencia resultaba algo extraña para sus compañeros humanos, los
ingenieros han invertido todos su esfuerzos en hacerlos similares en aspecto y
comportamiento. Han desarrollado increíbles algoritmos por los que puede
parecer que estas máquinas tienen... sentimientos. Tal ha sido su éxito en esto
último que hoy en día se puede ver a humanos compartiendo su tiempo con ellos,
e incluso tomándolos como pareja, eso sí, siempre atentos a llevar una estación
de recarga portátil para las extensiones.
Los
humanos son plenamente conscientes de que el futuro de estas relaciones es
difícil, y trágico con toda probabilidad. Sin embargo, es un hecho probado que
se siguen sucediendo, aumentando incluso su número, lo cual es un problema que
trae de cabeza a los antropólogos de los últimos tiempos. ¿Por qué el ser
humano sigue prefiriendo lo artificial, las emociones sintéticas de un
insensible y racional ordenador? Algunos psicólogos han advertido la repetición
de la opinión “suficiente tengo con lo mío, como para preocuparme por lo que
pasa en la cabeza de otro. Así es mucho más fácil” entre sus pacientes.
Pero
no es cierto. Al fin y al cabo, son autómatas, devoradores de información. Lo
saben todo, sin saber nada. El baile hipnótico de sus números y razonamientos
no es suficiente. Las emociones se comparten, y un algoritmo no puede hacerlo,
no puede comprender, responder, reconfortar; no pueden reír, llorar, gritar,
cantar, sentir los latidos de un corazón emocionado; no pueden tener
sentimientos, no pueden vivir.
Estos
hechos, bien conocidos por sus creadores y cohabitantes planetarios, son motivo
de lástima, a veces incluso de una rabia furibunda de parte de quienes intentan
extraer de ellos la menor prueba de un ánimo no automático. Sin embargo, y he
aquí una verdadera ironía humana, los propios afectados jamás serán conscientes
de sus carencias existenciales.