Sus tripas bramaban, suplicando ser obsequiadas con algo sólido. Era difícil llevar el ritmo de vida en un mundo donde siempre era de noche. Sólo llevaba una semana, y aún no había tenido tiempo de adaptarse a aquella extraña ciudad. Ni siquiera sabía dónde estaba exactamente, aunque consideraba muy probable que estuviera debajo mismo de la ciudad que había abandonado. Pasaba sola la mayor parte del día, así que aprovechaba para salir y conocer algo más cómo funcionaban las cosas allí abajo. Anwar no era muy hablador. No le había contado nada sobre el mundo (aunque tampoco parecía que él mismo lo conociera demasiado bien) ni de su profesión. Lo único que sabía era que desaparecía a primera hora de la mañana, para reaparecer justo cuando tocaba comer. Luego paseaban por la ciudad, casi siempre en silencio, y habían acabado todos los días sin excepción en una especie de tienda de dulces donde vendían unas grandes golosinas redondas de infinidad de sabores. Eran esponjosas y se deshacían en la boca, desapareciendo poco a poco y dejando un regusto delicioso que las hacía permanecer en el paladar hasta que cenaba. Ella observaba la ciudad con avidez intentando ver cada detalle de ella, ya que el que podría ser su guía no parecía tener muchas ganas de ejercer como tal. Todo estaba envuelto en una especie de atmósfera arábiga, no sólo por la grafía que decoraba los carteles de las tiendas, sino también por los arcos de herradura y los colores que adornaban las entradas e interiores de los edificios. En contra de lo que podría pensarse, las gentes que allí vivían no recordaban en nada a los árabes que hubiera podido ver en la televisión o por su barrio. Cada uno parecía haber cogido una prenda al azar, pudiendo ver tanto personas que parecían recién salidas de la Edad Media, como modelitos dignos de la última película futurista de Hollywood. Ella, por su parte, había adquirido algunas prendas no demasiado llamativas, gracias a que, no sabía cómo ni por qué, la moneda subterránea era también el euro. No es que fuera una moneda propia, sino que usaban las piezas que Dios sabe cómo habían caído en sus manos. Todos tenían la piel tan pálida como pudiera serlo la nieve más pura de invierno y unos ojos claros, casi transparentes. Todo el mundo iba a pie aunque, según había comprobado, había una especie de metro que iba de una punta a otra de la ciudad, y sus túneles trazaban un asterisco cuyo centro se encontraba próximo a la casa donde vivían. Éste, según le había explicado brevemente Anwar, avanzaba por unos raíles imantados que lo sostenían en el aire y frenaba gracias a un complejo sistema de imanes. Sahira, como había pasado a llamarse, intentaba leer todas aquellas letras que se cruzaran por delante de sus ojos. Había empezado a aprender a escribir con aquellas exóticos símbolos, y ya había hecho progresos nada despreciables. El árabe no lo entendía aún (aunque se entrenaba todos los días con los libros de su cuarto), pero gracias a que podía leer ya fonéticamente muchos de los carteles y textos de la calle había hecho un descubrimiento sorprendente sobre la lengua de la gente del inframundo, como las llamaba ella bromeando. Allí se hablaba, o al menos se escribía puesto que no había entablado conversación con nadie distinto de Anwar, un dialecto que mezclaba vocablos del español y del árabe, aunque a primera vista resultaran indistinguibles ya que se escribían con el mismo alfabeto.
Una de las cosas que más le sorprendió fue el descubrimiento de una especie de carromatos eléctricos que recorrían la ciudad, y que más de una vez parecían estar a punto de atropellar a los pacíficos transeúntes. Ella misma podría haber muerto bajo las enormes ruedas de uno de aquellos vehículos de no ser por que Anwar la cogió por el cuello de la camisa, lo que casi le provocó una muerte por asfixia, lo cual habría sido hacer un pan como unas hostias. Tras la taquicardia correspondiente había interrogado a Anwar sobre el por qué de la existencia de semejantes cacharros. Según le contó la actividad social de aquellas gentes era meterse en los grandes carros a leer, en silencio, mientras daban vueltas alrededor de la ciudad. Eran unos carros enormes, con unas ruedas igualmente gigantescas que no parecían tener ningún sentido práctico. En la parte de atrás tenían una estantería con un montón de libros, por si había algún despistado que no llevara uno encima. La verdad es que no parecía tener ningún sentido todo aquello, que mejor podrían quedarse en sus propias casas leyendo, pero por alguna razón aquellas gentes disfrutaban de la compañía en silencio, y de la posible distracción que podía suponer mirar por la ventana y ver algo de movimiento. Sahira había sorprendido ya algunas caras con la mirada perdida que, definitivamente, no estaban leyendo.
Más curioso, y a la vez más lógico, le resultó ver las mascotas del mundo subterráneo. Los había, claro, que adoptaban un topo o rata, o algún animal acostumbrado a vivir bajo la superficie. Sin embargo, también parecían haberse puesto de moda las mascotas "virtuales", animales disecados sobre ruedas que llevaban algunos niños arrastrados, y que podían moverse ligeramente e incluso emitir algún sonido que otro. Así pudo ver perros, gatos, ardillas,... que le hacían estremecerse más que sentir ternura por aquellos niños. Era un mundo extraño, incluso macabro, nadie parecía llevar una vida normal... claro que tampoco nade parecía ser normal.
No solía salir hasta que volvía Anwar, pero aquella mañana estaba especialmente hambrienta. Tomó algo del dinero que aún le quedaba y se fue, confiando en su habilidad para el lenguaje. Conocía una especie de bar cercano a la casa. Allí habían comido o cenado ya varias veces y se sabía el precio y la pronunciación exactos de su plato favorito. Aquellos días la había sorprendido que a nadie le extrañara su presencia por allí, lo que le hacía pensar que la ciudad era en realidad mucho más grande de lo que imaginaba. Tampoco les extrañaba su color de piel, a pesar de poder pasar como afroamericana en medio de la multitud de pálidas personas que llenaban las calles. Llevaba con ella el libro que Anwar le había regalado el primer día. De hecho, aquel libro la acompañaba donde quiera que fuese, eso sí, con el máximo cuidado del que era posible. Siempre que tenía un rato muerto lo hojeaba y leía, pues aquél era el único vínculo que le quedaba de su realidad anterior. No es que la echara mucho de menos, pero le gustaba recordar algunas de las cosas que le habían pasado antes, mucho antes de conocer a Alejandro. Recordaba el colegio, su primer año de instituto y, luego, su época dorada, aquélla en la que se pasaba las tardes borracha de felicidad y diversión, con la sensación de pertenecer realmente a algo. Suspiraba entonces, con la certeza de que no volvería a sentirse así nunca más. Ahora todo eran problemas, todo era demasiado complicado, aun cuando en ese momento no tuviera nada que hacer más que descubrir aquel nuevo mundo que se le había aparecido como por arte de magia.
Removía lentamente el té, demasiado caliente aún para llevárselo a los labios. Había devorado ya los bollos que servían con la infusión y tenía la garganta seca. Sopló a la taza antes de tomar el primer sorbo. Se abrasó la lengua. Una pena, ya no podría disfrutar de la bebida. Se preguntaba qué podría estar haciendo Anwar. No era muy hablador, apenas lo justo para indicarla lo que podía hacer, o para enseñarla alguna palabra del idioma. Ni siquiera por las tardes, al pasear con él, se podría decir que realmente pasara el tiempo con él. La expresión más acertada seguramente sería pasar el tiempo cerca de él, algo así como a tres metros de él. Parecía uno de aquellos personajes de película que nunca revelan quiénes son en realidad, pero que siempre se quedan con la chica. Ciertamente, desprendía un aire, como un perfume de atracción que hacía que ella misma se tornara casi muda en su presencia. Con su piel blanquecina y su cuerpo enclenque parecía que se pudiera romper en cualquier momento y, sin embargo, sus ojos, su boca, sus movimientos revelaban una personalidad mucho más activa y fuerte.
Sonó la campanilla de la entrada. Alzó los ojos. “Y hablando del rey de Roma...” pensó. Anwar acababa de atravesar el umbral y volvía la cabeza en todas direcciones. Parecía agitado, podía notar cada respiración y casi, pensó, podía escuchar cada latido que producía su corazón al bombear la sangre y compensar algún tipo de esfuerzo. Por fin la vio. Clavó en ella esos ojos cristalinos y, como si hubiera lanzado una cuerda de la que ahora tirara, avanzó hacia ella con pasos enérgicos. Se levantó y le tendió la mano con una sonrisa para saludarle, pero él obvió el gesto y la abrazó. Ella se quedó rígida. No se esperaba aquella acción. Él nunca había mostrado ningún gesto de cariño, dejando aparte el hecho de que la dejara permanecer con él. Se quedó atrapada por la sorpresa, y sentía cómo sus mejillas enrojecían. En realidad nadie la había abrazado desde... desde su último viaje a Londres. No se había parado a pensarlo, pero no había dejado a nadie acercarse hasta entonces, sabía cómo guardar las distancias y conectar todos los sistemas de alarma internos. Así estuvieron durante unos segundos. “Es distinto” pensó. Cuando Alejandro la abrazaba, parecía que no existiera el mundo, que ni siquiera ella existiera. Mientras Anwar la abrazaba, además de la preocupación que estaba demostrando, era el propio mundo el que parecía abrir sus brazos y protegerla, como si ella tuviera también derecho a disfrutar de él y descubrir sus secretos.
Anwar la soltó. La miró intensamente, como si no terminara de creerse que de verdad estuviera allí. Ella seguía muda y su corazón cada vez latía con más intensidad. Le temblaban los labios y podía sentir el rubor recorriendo su cara. Él le posó una mano sobre su hombro sin mediar palabra. Suspiró profundamente y ambos volvieron a sentarse en la mesa. Él pidió una infusión al joven camarero. Permanecieron en silencio hasta que tomó el primer sorbo. Fue Anwar quien se decidió primero a hablar:
- Lo siento... Lo del abrazo, quiero decir. Estaba muy preocupado - volvía a ser el joven serio, distante y parco en palabras que conocía.
- Nnno, no-no-no pasa nada – qué ridículo, ¿por qué tartamudeaba? Debía recuperar también ella el control de sus palabras. - Pero me gustaría saber a qué venía. Creo haber dejado una nota a la puerta, y no me parece este un sitio peligroso ni con mucha posibilidad de pérdida.
- No es eso. Al volver a casa he encontrado todo revuelto, sin duda por alguien que ha entrado a robar. Alguien buscaba algo... o a alguien. He encontrado tu nota en el suelo y por eso he temido...
- Que me hubieran hecho algo. Tranquilo, no tienes de qué preocuparte. ¿Cómo ha quedado la casa? Dios mío, espero que no haya sido nada grave ni te haya desaparecido nada. ¿No habrá sido por mí? Tal vez estoy abusando de tu hospitalidad.
- No, – la interrumpió bruscamente – fui yo quien te trajo hasta aquí, y no quiero convertirme en el responsable de que te pase nada malo. Ahora mismo no te puedes ir, sería demasiado arriesgado. Lo siento, sé que no tienes nada que ver con todo esto, pero me temo que te he metido de lleno en asuntos turbios. Creo... sí, creo que ha llegado la hora de ponerte al día de todo y tomar algunas medidas de emergencia.
Sahira no salía de su asombro. Aquel que hablaba no parecía el mismo Anwar de los días anteriores. Sus ojos, aunque la mayor parte del tiempo miraban fijamente a los suyos, se movían continuamente, agitados, como si tuviera una sobredosis de cafeína. Sus manos gesticulaban como si las palabras no bastaran para explicar la situación. Hablaba atropelladamente, como si cada segundo fuera un tesoro que no pudiera dejar escapar, como si en cualquier momento fuera a tener que parar de hablar y salir corriendo. Podía ver claramente toda esa energía que había intuido en sus ojos, revelándose ante ella la parte más activa que había manifestado hasta entonces su anfitrión.
- ¿Todo? ¿A qué te refieres con “todo”?
- Pues eso, a todo lo que puedo contarte. Para empezar, debería informarte de dónde estás, ya que supongo que aún no lo has averiguado. Todo esto, como ya habrás deducido, es una gran ciudad subterránea. Los orígenes, según se cuenta, se remontan al destierro masivo de árabes y judíos por parte de los Reyes Católicos, o al menos eso cuenta la leyenda. Aquí se refugiaron, por así decirlo, todos los hombres de ciencias con sus familias. Esto es, básicamente, una comunidad de químicos, biólogos y médicos. Hemos vivido aislados de vuestra sociedad, aunque varias familias llegaron a asentarse en el exterior, así que de vez en cuando baja algún visitante y nos trae noticias. De ahí nos viene el ser tan pálidos, supongo. No puedo contarte demasiado con respecto a todo esto, pues no estoy realmente enterado ni de la historia ni de cómo funcionan las cosas realmente por aquí.
- ¿Pero cómo puedes no saber...?
- Mi madre era de la superficie. Mi educación no fue exactamente la misma que la de alguien de por aquí. Sí que tengo algunos conocimientos de química y biología básica, pero casi todo lo que sé lo aprendí allá arriba, lo cual no me sirve demasiado aquí abajo, donde parece más bien que jueguen a ser alquimistas. No me malinterpretes, tú misma has podido ver lo avanzado que está esto, pero todo el método de trabajo es diferente. La población está dividida en función de los cuatro elementos clásicos: fuego, aire, agua y tierra; lo cual puede decirte mucho sobre la obsesión de esta sociedad por la ciencia. Las humanidades no son, en cualquier caso, nuestro fuerte. De hecho, creo que yo soy una de las personas con más libros no-científicos de por aquí. Los hay, claro que los hay, ya te he dicho que no estamos totalmente aislados del mundo superior, pero no son las lecturas más populares de las librerías.
- Sí, bueno, vale, ya lo pillo, sois lo que llamaríamos unos cerebritos. Pero tú, ¿a qué te dedicas? Si no he entendido mal, no puedes trabajar aquí abajo como los demás.
- No, eso es cierto. Pero también te he dicho que pasé mucho tiempo en la superficie, y que a los de por aquí todo lo que se salga de la lógica no les parece motivo de estudio. Eso quiere decir que tampoco saben muy bien cómo manejar sus impulsos y emociones, y la empatía la tienen... digamos que poco desarrollada. Yo no es que sea un doctor en psicología (me mudé aquí definitivamente con la carrera en química recién terminada), pero sé lo suficiente de lo que se le pasa por la cabeza a una persona como para poder hacer de ello un negocio. No tengo ni idea de cómo puedes llamar a mi oficio. La gente viene y me cuenta sus problemas a cambio de consejo. Al contrario de lo que puedas pensar, se paga bastante bien, sobre todo teniendo en cuenta que soy único en mi especie. Incluso la policía viene de vez en cuando a pedirme opinión en lo que a interrogatorios y móviles se refiere.
Terminó con media sonrisa de satisfacción. Sahira no podía pronunciar palabra. De repente, el misterioso hombrecillo se había convertido en una curiosa mezcla de personajes novelescos. Empezaba a preguntarse si no le estaría tomando el pelo.
- Ya entiendo – dijo cuando sus labios volvieron a obedecerla.- Lo que no comprendo es qué tiene que ver todo eso con que estés en peligro...
- No te equivoques, tú también lo estás – parecía apresurado de nuevo.- Sé que no es propio de un anfitrión, pero necesito pedirte un favor. Creo que necesito pasar una temporada en el mundo exterior, y preciso de tu compañía y tu saber para no llamar demasiado la atención.
- Está bien – suspiró – pensé que podría pasar aquí más tiempo, pero qué le vamos a hacer – se encogió de hombros. – Al fin y al cabo sigo teniendo los mismos días de vacaciones.
- ¡Muy bien, así me gusta! ¿Necesitas recuperar algo de casa?
- Pero no... ¿no estábamos en peligro?
- ¡Oh, sí! - contestó distraídamente – Pero ya han registrado la casa y no creo que vuelvan. Parecían más interesados en encontrar algo que a alguien, así que no creo que pase nada si vamos. Además, quiero pensar que han esperado hasta que saliste de casa para entrar ellos.
- Pues sí que querría coger un par de cosas. ¿y luego? Quiero decir, ¿tienes algún lugar al que ir?
- Tranquila, mis padres tuvieron la precaución de dejarme una casita que creo que sirve muy bien a nuestros propósitos.