Alzó su cabeza hacia el Sol. Sus ojos se cerraban con deleite, le encantaban los primeros rayos de Sol, ésos que acarician el rostro al rato de despertar, dando los buenos días. Hacía tanto tiempo que no se preocupaba por aquellas cosas que casi había olvidado lo que se sentía. Miró hacia el interior de la casa. Podía ver la negra cabellera de Anwar moverse de un lado para otro, seguramente en busca de algo que llevarse al estómago. Hacía ya dos semanas que habían salido huyendo del mundo inferior. La casita heredada de los padres de Anwar era, más que una casita, toda una mansión en mitad del campo. Ella se había instalado en una de las buhardillas superiores, que tenía una ventana abierta en el tejado, y desde allí había comprobado que más allá de un par de carreteras comarcales, no había ni rastro de civilización. Palpó el bolsillo de su pantalón. Allí se encontraba la prueba de que el mundo subterráneo no era una invención de su desequilibrada cabeza. Además del libro, se había llevado consigo una de las cajitas, la más pequeña, en las que había depositado algunas de las bacterias bioluminiscentes que alumbraban aquel mundo de penumbra. A veces se preguntaba si no podría hacerse al revés, tener una pequeña antilinterna, algo que absorbiera parte de la luz; algo, claro, aparte de los archiconocidos agujeros negros.
No había pasado mucho tiempo bajo la superficie, pero aquel mundo la había cautivado de tal forma que era capaz de sentir nostalgia de aquellos días que había vivido como “turista”. La salida había sido más bien precipitada, pero incluso a pesar de la relativa rapidez con que la habían efectuado había podido llevarse un último recuerdo. Iban a volver a casa cuando, de repente, la ciudad pareció enmudecer. Sahira no se había dado cuenta hasta entonces, pero la gente de la calle se había ido concentrando a los lados, dejando el centro de la vía libre. Al principio parecía no pasar nada pero, al cabo de unos segundos, el rumor de un redoble de tambores llegó a sus oídos. El ritmo le recordó de inmediato a las procesiones que se celebraban en Semana Santa aunque con un ritmo algo diferente. Sin embargo, algo además del ritmo era distinto, no sabía explicar por qué, pero no era del todo igual. No pasó mucho tiempo antes de que averiguara la razón: no era una sola procesión la que se acercaba, sino dos. Dos procesiones que avanzaban en sentidos opuestos. Las comitivas estaban formadas por encapuchados que avanzaban en un silencio sólo roto por sus baquetas rebotando en la membrana. No era el sentido lo único opuesto, sino que vestían los unos ropajes verdes, mientras los otros los vestían rojos. Ambos bandos se encontraron en el cruce de calles que se estaba justo frente a ellos, y tomaron juntos la calle que arrancaba perpendicular. Mientras salían luego a través de una línea de metro, Anwar le explicó de qué se trataba. Era una celebración del invierno. El rojo y el verde representaban el calor y las plantas, que morían al venir el frío. No parecía ser una festividad demasiado lógica, teniendo en cuenta la poca variación térmica que sufrían allí abajo, pero la habían conservado como una tradición no ya religiosa, sino más bien como una herencia de su pasado arriba.
Se preguntaba con frecuencia cuántas cosas se había dejado sin conocer, aunque reconocía que no podría vivir mucho tiempo bajo la superficie, ella necesitaba el sol casi tanto como las plantas para hacer la fotosíntesis. Anwar, sin embargo, no parecía tener demasiado interés por el mundo exterior. A pesar de afirmar que había vivido bajo el sol hasta su juventud, no daba ni la más mínima muestra de interés por la realidad. “Puede que lo conozca bien” pensaba Sahira “o puede que piense que conoce lo suficiente como para no salir”. Tampoco debía de ser fácil exponerse a la luz solar con aquella piel tan pálida, y suponía que tener que llevar siempre el sombrero debía de ser una pesadilla. Se encerraba en la casa y se ponía a leer libros y más libros. Las únicas cosas que parecían ser capaces de sacarlo de su modo de vida ermitaño eran los días de lluvia y las noches, seguramente porque eran dos cosas que no existían en el mundo donde vivía. Era curioso ver cómo provocaban en él dos efectos muy distintos. Cuando llovía se enfundaba una capa y echaba a andar por el campo como alma en pena, y no volvía hasta que aclaraba el día. Siempre, siempre se las apañaba para estar de vuelta en esos momentos indefinidos donde aún no ha aclarado el cielo, pero ya ha agotado las nubes. Las noches claras, sin embargo, parecían meterse en su cuerpo como si de una poción mágica se tratara, haciendo que hablara animadamente durante horas sobre las estrellas. Se sabía todas y cada una de las constelaciones, las antiguas historias que de ellas se contaban, los datos más científicos y de última hora,... todo. Normalmente ella le tenía que dejar con su verborrea para irse a dormir, aunque últimamente estaba cambiando sus hábitos de sueño para poder aprovechar el único momento del día en el que él hablaba voluntariamente sin respuestas escuetas. Algunos ratos, al anochecer, cuando salía de su estudio pero aún no se podían ver las estrellas, le hablaba en árabe “para que practicara”. Había mejorado mucho, en parte gracias al entusiasmo que le producía la perspectiva de volver algún tiempo allá abajo.
Una de aquellas noches, Anwar estaba extrañamente inquieto. No hablaba. Iba de un lado para otro describiendo una línea recta en ambos sentidos. A veces se detenía. Entonces miraba al cielo para luego bajar la vista hasta ella. Suspiraba levemente, semiabría la boca y... otra vez a caminar. Esta situación le resultaba tan curiosa a Sahira que no pudo reprimir el impulso de preguntarle qué era aquello que tanto parecía preocuparle. Él se detuvo. Inspiró dejando que su diafragma bajara completamente y luego dejó salir el aire lentamente, como si quisiera ganar tiempo antes de hablar.
- Mira, – dijo señalando hacia algún lugar entre las estrellas - ¿ves aquello? Son Marte, Júpiter y Venus a punto de alinearse.
- Claro, pasa de vez en cuando. – No lo veía. – Pero, ¿por qué estás tan nervioso?
- Vale, esto te va a sonar raro pero... hay una predicción.
- ¿Una predicción? ¿Como un oráculo? ¡Venga ya, esto no es una película!
- No, no es una película. Por eso estoy tan inquieto. No sé si recuerdas que tuviste que cambiarte el nombre nada más llegar.
- Claro que me acuerdo, ni siquiera me has dejado decirte mi nombre de verdad.
- Hay una sencilla razón para ello – paró para rectificar. – Bueno, quizás no tan sencilla. Nuestros nombres, nuestros verdaderos nombres marcan todo nuestro destino. Por ello es mejor que nadie los sepa. Mira esto. - Se desabrochó la camisa y se dio la vuelta, mostrando en su espalda dos grandes tatuajes, dos enormes círculos o, mejor dicho circunferencias, la primera de ellas vacía y la segunda atravesada por una línea vertical. - ¿Recuerdas que la población se divide según los cuatro elementos? - asintió con la cabeza.- Bueno, pues también esto es importante. Cada niño al nacer es tatuado con los símbolos de los elementos de sus padres, algo así como si se tratara de un horóscopo. Es algo así como nuestro apellido y, además, heredamos el elemento de nuestro padre. Yo, por ejemplo, sería Anwar de fuego y aire.
- Vale, muy bonito pero...
- Todo nuestra sociedad se centra en el wahy, en el oráculo. A él se suele asistir al cumplir la mayoría de edad en busca de una predicción de tu futuro. Es, como le llamáis aquí, nuestro rito de paso. Es una ceremonia muy íntima, en la que durante unos minutos estás cara a cara con el wahy en la gran sala celestial. Allí es donde recibes tu verdadero nombre, por eso es tan especial. Tras haberle mostrado los tatuajes, el oráculo se sienta frente a ti, te mira fijamente unos segundos y te da un nombre y una predicción, es labor de cada uno interpretarlos después.
- Vaya, suena a novela barata... con perdón – añadió temiendo herir los sentimientos de su amigo. Se tranquilizó al ver que le dirigía media sonrisa, como si él también lo pensara. - Y a ti, ¿qué te predijo?
En el mismo momento de haber pronunciado esas palabras se arrepintió. No debería haberlo hecho, aquello era algo muy privado, demasiado privado. Se daba cuenta que preguntándole aquello le pedía que le abriera su destino, los secretos de su alma. Iba a disculparse de nuevo, pero él se le adelantó:
- Que encontraría a la domadora de destinos.
- ¿La domadora de destinos? - le observaba con los ojos bien abiertos y el entrecejo fruncido.
- Sí, eso mismo, alguien sin un destino escrito, que es completamente libre, y por tanto, enteramente responsable de sus actos. Alguien capaz no sólo de modelar su propio destino, sino de cambiar el de los seres más cercanos. Dime una cosa: tú eres huérfana, ¿no?
Palideció. “Cómo... ¿cómo sabes eso?” consiguió preguntar.
- Bueno, digamos que he tenido algo de ayuda. Aún conservo algunas amistades de aquí arriba, entre ellas un policía. Recientemente le trasladaron a Londres para trabajar con la Interpol, pero igualmente tiene acceso a las bases de datos españolas. Fue él quien me consiguió la información. Tus apellidos y los de tus padres no coinciden.
No, aquello era cierto. Se podía saber incluso con su DNI. Sus verdaderos padres la habían abandonado nada más nacer, dejándole como única herencia sus apellidos. Ella fue adoptada cuando tenía ya diez años y, naturalmente, nadie se planteó siquiera darle unos nuevos. No eran gran cosa, Muñoz Fernández eran dos de los apellidos más comunes en todo el país, pero eran lo único que conservaba de sus orígenes.
- Espera, ¿un policía de la ciudad? ¿Cómo se llama?
- Vaya, no sabía que conocieras a las fuerzas del orden. Se llama Alejandro, Alejandro García.
Aquello fue como un verdadero jarro de agua fría. Sintió que sobre ella caía pesadamente aquella soledad de la que había salido huyendo de su casa unas semanas antes. Echó a correr. Ni siquiera los gritos de Anwar llamándola pudieron hacerle volver la cabeza. Quizás si lo hubiera hecho no habría seguido corriendo, pero necesitaba correr. Necesitaba de alguna forma alejarse de todo, dejarlo todo atrás.
Al cabo de un rato se sentó. Allí estaba, otra vez sola. Esta vez ni siquiera los aparatos electrónicos o los sonidos de la ciudad la acompañaban. Era ella frente a las estrellas, frente al cosmos. Un universo oscuro e infinito, que se agrandaba más en tanto que más lo miraba. Se quedó muy seria, mirando las estrellas. Sus guiños acompañaban a la Luna, casi llena, cuya luz la envolvía y le hacía ver un poco mejor los recovecos de su alma. Revisó primero sus últimas experiencias. La ciudad subterránea, Anwar, la inmobiliaria, la calle, su casa. Ya no sentía ningún apego por aquella casa, aquella casa que le recordaba su pérdida con cada pequeña mota de polvo que se posaba, y con cada rayo de sol que se filtraba. Su último año de trabajo. Alejandro. Ahí estaba el problema: Alejandro. De él vio sus primeros encuentros, su primera cita oficial, sus viajes, su vida en casa,... todo, lo vio todo. Vio también el momento de la despedida, su imagen desapareciendo tras el arco detector de metales, y la sensación de que, aunque aún no lo habían reconocido, aquello se había acabado. Se le hizo un nudo en el estómago, su garganta comenzaba a picar, sus ojos empezaron a lacrimar, y desde la cueva más profunda de su corazón, atravesando primero toda su espalda, salió un alarido, el aullido de bestia herida, que quiere hacer salir de sí misma sus últimas fuerzas mediante un grito desesperado a la Luna. En el preciso instante en que todo su aire había abandonado sus pulmones,y se encontraba vacía de todo lo que no fueran sus propias vísceras y sangre, se dio cuenta de que no le había llorado hasta entonces. Había derramado alguna lágrima, había lamentado su pérdida, se había encerrado en sí misma, y había dejado de lado toda relación con el mundo. Había hecho todo aquello, pero no había descargado su rabia y tristeza, lo la había dejado salir. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas rojas e hinchadas. “Y ahora, ¿qué?” se preguntó. “¿Qué voy a hacer?” El mundo que conocía había pasado a ser algo ajeno, sin sentido. Ya no sólo no tenía padres, tampoco tenía casa a la que volver, ni mundo al que pertenecer. Comenzó a sufrir violentas convulsiones en el diafragma, que dificultaban aún más su respiración, y hacían que su cara enrojeciera aún más y su cerebro recibiera aún menos oxígeno. Oyó el crujir de las hojas secas a su espalda. Ni siquiera se volvió para ver quién se acercaba, le daba igual, ya nada importaba. Algo cayó sobre sus hombros, una manta. No se había dado cuenta, pero estaba tiritando. Se miró las manos, pálidas de frío, y sus brazos que se asemejaban a los de un ave desplumada. Se envolvió con la manta, dejando que el calor reavivase la sangre. Se secó los ojos con la mano, debía serenarse, debía parar o ya no sería capaz de hacerlo en al menos unas horas. El pisador de hojas se sentó junto a ella.
- Lo siento – susurró, casi sin voz, Anwar.
- Eres un cabrón – apenas podía hablar. Se sentía torpe. Parecía casi imposible mover la lengua y los labios, y el hipo seguía dificultando expulsar el aire regularmente.
- Lo sé. Perdóname, no debería haberte dicho nada. Supongo que yo también estaba demasiado alterado.
- Ha sido algo... inesperado. Es que, yo... yo... - de nuevo las lágrimas volvieron a aflorar con violencia, corroyendo los surcos ya trazados en sus mofletes.
Anwar la abrazó al tiempo que seguía susurrando “lo sé, lo sé, perdóname”. Era la segunda vez que la abrazaba. Esta vez sin rastro alguno de ansiedad. La meció suavemente, devolviéndole la calma poco a poco. Volvía a notar aquella extraña sensación que ya había experimentado en la tetería subterránea. Volvía a sentirse integrada en el orden del mundo, era de nuevo parte de la realidad que la rodeaba. “No,” pensó mientras apoyaba su cabeza sobre el pecho de Anwar “no estoy sola”. Los latidos del corazón de Anwar retumbaban en su cabeza, marcando un ritmo fuerte y acompasado. Cerró los ojos, ya no tenía nada que temer. “Quiero pedirte un favor” murmuró.