Ningún
obstáculo en el camino de su mano derecha hacia la nuca, en su cabeza hace años
que no asoma un cabello. La mano izquierda palpa su bolsillo, en el que
resuenan las veinte fichas de aluminio que acaba de recibir. Su reflejo en el
cristal empañado de un coche le devuelve las lágrimas que sus ojos son
incapaces de derramar. Años atrás, cuando nació El Desierto, se habría
abalanzado sobre esas mismas lágrimas, habría lamido el cristal hasta
abombarlo, desgastarlo, hasta cortarse con él. Ahora los coches no dejan
escapar ni una molécula, todo el líquido se recoge y purifica, proceso pagado
siempre a través del Gran Impuesto del Lujo Anual del 2%.
Se va a
pequeños saltos. Le gusta el sonido de las monedas, le recuerda a las cascadas
que ve en las pantallas de las televisiones de los centros comerciales: “Compre
Fluvilatina, el mejor sustitutivo. Fluvilatina, los antiguos bosques en tu
organismo”. Podrá comprarse dos...no, tres cajas. Sobrevivirá unos meses más y
luego... luego... ¡Tres cajas! Quizás podrá revender una de ellas, pastilla a
pastilla, y ganar lo suficiente para comprar otras dos, y volver a vender una,
en una nueva paradoja de Zenón, con fracciones de tiempo disponible para
rentabilizar una caja cada vez menores.
Con las
monedas todavía tintinando se sienta en su banco favorito. La gran avenida es
el escaparate perfecto de lo que ha sido, lo que es, lo que será y lo que nunca
podría ser. Le gusta ver a las pequeñas personalidades (esas que tienen dinero
para el recolector de agua pero no para un coche privado) con sus cabezas
tímidamente coloreadas por una mata de pelo incipiente, que probablemente no
llegará a crecer más allá de un par de centímetros, lo justo para hacer notar
su pequeña fortuna líquida.
Una vez,
entre esa masa de marrones y negros apagados, sin brillos, alcanzó a ver un
hombre tan rico que podía permitirse recoger sus largos cabellos en una trenza.
Al principio pensó que era falsa, una peluca de esas que podían conseguirse en
el mercado negro y que podían cuidarse con mucha menos agua; pero brillaba demasiado,
era natural, sedosa... y limpia. Era un milagro que pudiera avanzar sin que
nadie le atracara, probablemente era uno de los grandes poseedores de cisternas
que se enriquecen vendiendo pequeñas botellas transparentes a las pobres almas
que todavía sueñan con el viejo mundo.
Desde
entonces no ha dejado de pensar en ese hombre, en cuánto vivirá, en cómo
vivirá. Ahora tiene veinte monedas, tres cajas, casi un año, una vida de
Fluvilatina.