Hay regresos
que no comienzan en una plácida isla mediterránea viviendo un idilio con una
ninfa de grandes encantos… ni con un exótico tritón, dicho sea de paso. Muchas
de ellas comienzan a las siete de la mañana con el toque de corneta más
desagradable concebido por la mente humana: el reloj-despertador de pitido
clásico (“clásico” porque su horror trascenderá nuestro tiempo y el de nuestra
descendencia).
Hay odiseas
que sí, comienzan en una estación espacial que es un ir y venir de individuos
alienados - y alienígenas en su mayoría - que se encuentran en dificultades para
atravesar la primera barrera: los lectores de códigos de barras están hechos a
prueba de japoneses.
Para quienes
- ¡oh, bendita fortuna! – atravesamos las puertas hacia el transbordador sin
mayor problema, nos espera el cuerpo especial de la guardia fronteriza galáctica.
“¿Líquidos?” No osaría. “¿Portátil, cámara?” No, señor, todo en orden. “Esas
botas…” No diga más, ya me voy descalzando. Con los pantalones medio caídos,
presumiendo de calcetines, conteniendo la respiración y rezando a todos los panteones para que la puerta interdimensional no tenga nada que objetar a la entrada en el
universo cerrado de los muelles aeroportuarios doy un paso al frente… Silencio,
suspiro de alivio.
Pero todavía
no estoy dentro: hay que recuperar los bártulos que he dejado sobre la cinta
transportadora, único acceso de los seres inertes a la nueva dimensión. Pero la
cinta está parada, uno de los bultos se somete al riguroso examen de la (pobre)
funcionaria de turno. “¿Lleva algún embutido?” Sí, bueno, es que vivo fuera… ("alguno":
dos paquetes de jamón, dos chorizos y un lomo que volvería loco a Freud). Si es
necesario que saque algo… (no, por favor, tendría que pedir varios permisos de excavación antes de alterar a estratigrafía de mi propio equipaje). Sonríe: “No te preocupes, se ve
claramente… Debe de pesar”. Gracias (pesa: un cerdo y una biblioteca no es algo
que muchas espaldas resistan). Todavía con una gota de sudor resbalando por la
frente, recojo la mochila, la maleta y la bandeja con las botas sospechosas y
las arrastro hasta un asiento cercano para recomponer mi condición de persona lo
mejor que pueda.
Una puerta de
embarque es uno de los lugares más engañosos que puedan poblar este mundo
nuestro. Porque tú confías en tu billete: a las 9.10 se abrirán las puertas y el
pueblo, como el de Moisés, comenzará su migración. A las 9.08 la hora en las
pantallas cambia: la liberación acaecerá a las 9.15. Podría ser peor, podría
retrasarse una hora, o dos, o cancelarse… podría llover. La Fortuna, parece,
sigue estando de mi lado, aunque a las 9.20 hayan vuelto a cambiar la hora a
las 9.10 (¿tendrán el secreto de los viajes en el tiempo, el testamento secreto
de Stephen Hawking?).
El vuelo
trascurre sin incidencias, aunque el señor de tres asientos más allá no deja de
aspirar entre espasmos. Al parecer no ha pensado en romper las cadenas de las
mucosas sirviéndose de un pañuelo. ¿Inconsciencia, masoquismo, temeridad? Nunca
lo sabr… “Pueden abandonar el avión por la salida anterior o posterior, gracias
por confiar en Ryanpain”. ¡En sus marcas! “Signora X! Ma anche Lei volava in questo aereo!” ¿Cómo?
¿Qué ocurre? ¿Por qué se dan la mano? El señor que tan efusivamente ha asaltado
a una de las pasajeras se vuelve a su amigo mientras bajamos las escaleras en
un alarde de agilidad y contorsionismo impensables para su edad: era su
profesora de español en la universidad, que vuelve de pasar la Semana Santa con
la familia (¡pero qué deliciosa casualidad!).
Y si la
puerta de embarque es el lugar de las distorsiones del espacio-tiempo, la sala
de recogida de equipajes es una máquina del tiempo. Ante mí se presenta un escenario digno del gran Coliseo romano
gracias probablemente a un diálogo similar al que sigue (cámbiense aquí el sexo,
género y nombres de ambas personas, nada alterará el resultado):
- Oye, Pierluigi, ¿abrimos una cinta nueva para
los equipajes del vuelo que acaba de aterrizar?
- ¿Pero estás de la olla?! ¡Cómo se nota que eres
nuevo! 20 pavos a que la señora en chubasquero no llega a coger su maleta a
tiempo y tendrá que esperar a la siguiente ronda.
Y de esta
forma nos vemos convertidos en salvajes, que luchan con bravura
para llegar hasta sus preciadas maletas. Se oyen gemidos, gritos de “¡ahí sale!”,
perdones, disculpas, “es que es la mía”… Si esto fuera Barcelona lo más
probable es que ya nos hubiera disuelto una manada de antidisturbios.
Tren regional,
segundo transbordo. “¿Es este el tren hacia Florencia?” Eso espero, señora. “Es
que en el cartel del andén no pone nada…” Italia es el país de las sutilezas:
solo quienes están dispuestos a arriesgarse alcanzarán su destino, los caminos de Trenitalia son inescrutables.
Finalmente,
tras dos horas de viaje, tomar las escaleras de salida desde los infiernos de
la estación hasta la ciudad alta, atravesar la calle de las obras eternas (casi
a ritmo de Neverending Story) y
comprobar con satisfacción que tengo las llaves de casa conmigo consigo
derrumbarme en mi cama.
Moraleja: la
cuestión no es dónde, como decía la
vieja canción de The Kinks, “where will we be?” sino cómo y de qué manera se
vuelve a casa.