viernes, 27 de diciembre de 2019

Relatos pisanos


La llave no hace ruido al girar; solo una ligera resistencia en los últimos grados de la circunferencia te da a entender que la has abierto (¡bien, a la primera!). La habitación que has dejado vacía y con el interruptor de las luces - el que está junto a la puerta de entrada, no el que han colocado junto a una de las camas - apagado se encuentra ahora superpoblada de nuevas inquilinas con quien compartirás ese pequeño espacio por unas horas, no más de ocho en tu caso. Aclaras la voz y entonas un tímido “Ciao… hi!”, pero la última corrección no causa efecto alguno en su atención.

Un sabor de tonalidades salchichonadas sube por tu esófago y te sugiere que quizás sería el momento propicio para limpiar tus dientes de los restos del bocadillo frío que has comido en un paseo de ida y vuelta al centro. Una de esas silenciosas criaturas se te adelanta, y es entonces cuando te das cuenta de que hay una de ellas que no es tan silenciosa. Compases y rimas de rap inundan todo, con algunos versos recitados con anticipación, como si dejar que sonara mínimamente acompasado con su voz fuera demasiado fácil o demasiado agradable.

Entras por fin al baño. Has sido lo suficientemente perspicaz como para llevarte también el pijama en el que piensas dejar cuatro apacibles horas de tu mejor sueño. Disfrutas de cinco minutos de absoluta intimidad y vuelves a girar otra llave, esta vez de salida al interior del cuarto.

El rap sigue sonando, los versos siguen saliendo, mezclados ahora con sollozos ahogados. “No me dejes, no sé qué hacer, mataría a cualquiera por ti, no me dejes, no, por favor, no me dejes”. Parece que está hablando por teléfono - ¿por qué en la habitación con la música y no fuera? No lo sabes, no es asunto tuyo. El resto del microcosmos se mueve, y a ti empieza a pesarte lo suficiente la jornada de viaje como para meterte entre las mantas y leer el libro hasta que el cansancio haga su trabajo y puedas desmayarte hasta las cinco menos cuarto.

Sientes el movimiento de la cama, el ser sollozante de la litera superior baja. Estás preparada para asistir, si fuera necesario, a la víctima de una mala ruptura y, quizás, hacerle entender que la música es el alimento y sanación del alma, pero que cada alma necesita un remedio distinto. Va al baño, hace salir a una pobre chica recién duchada, mea (hablando sola),  sale, y te pregunta por el libro que estás leyendo. “¡Oh, es La maldición de Hill House, de Shirley Jackson” contestas “una especie de libro de terror”. Debe de ser muy bueno, te dice sonriente, porque pareces muy metida en la historia. Tus aspiraciones de sanadora chamánica se esfuman y ella vuelve a su roca.

La música continúa, pero parece que ella se ha desmayado antes que tú. De todas formas, piensas, es aún pronto para decirle nada y a ti el ruido no te molesta. Se acabará dando cuenta y apagará el ordenador. Poco a poco, se te cierran los ojos y, a partir de ese momento, todo sucede como en un sueño.

Una voz aguda advierte entre tinieblas a tu inquilina de arriba de que se tiene que tapar (esta información es nueva, ¿cómo se habrá dormido?) y apagar la música. Obedece, te giras y continúas con tu sueño. Lo siguientes que sabes es que alguien le pide por favor que se despierte y se gire, está roncando demasiado. Sientes que se incorpora, y empieza de nuevo a hablar. Sin llegar a abrir del todo los ojos oyes cómo refunfuña palabrotas, no necesita dormir, qué más da, tiene que llamar a su madre, hija de puta, “lo siento, llevo tres días sin dormir y no puedo con tanto ruido” “no, cariño, no es culpa tuya, es esa puta que me ha despertado”. No, no es justo, él es un negro hijo de puta, con una mujer que es una hija de puta, ya se puede ir buscando a alguien que le haga las mamadas, no piensa seguir con él, no piensa casarse con él, negro hijo de puta, no, esos negros la odian, hijo de puta, ¡hijo de puta!. A todo esto se ha sumado un sonido metálico. Unos pies salen en la oscuridad mientras sigue retumbando “¡negro hijo de puta!”

La misma voz aguda de antes, acompañada de un movimiento de interruptor que da un golpe de efecto angelical a la escena, advierte al ser enfurecido que debe abandonar la habitación. No ha respetado las normas, se le devolverá el dinero, debe marcharse. Pero ella estaba dormida, la han despertado, no es culpa suya, abandonará el albergue pero es todo culpa de un negro hijo de puta y todos los jodidos negros hijos de puta que la odian y están por todas partes, ¡negro hijo de puta! Han llamado a la policía, debe esperar con ella y con el propietario en recepción, ¡negro hijo de puta! Recoge sus cosas empleando cuatro veces la fuerza necesaria para realizar cada uno de esos movimientos, ¡negro hijo de puta! Sale al patio, ¡negro hijo de puta! Su voz resuena por toda Pisa (¿tendrá oídos la torre?), ¡negro hijo de puta! Ya se oyen las sirenas, ¡negro hijo de puta!

Tus ojos se cierran mientras oyes a los pies que han ido a buscar al ángel salvador decir a su compañera de abajo “¡ay, marica, es que me dio miedo, tenía un cuchillo!” En la madrugada, la única señal que te confirma los hechos es un cambio en la contraseña de entrada.

El silencio de los templarios vuelve a ser dueño de la ciudad.