La llave no hace ruido al girar; solo una ligera resistencia en los últimos
grados de la circunferencia te da a entender que la has abierto (¡bien, a la
primera!). La habitación que has dejado vacía y con el interruptor de las luces
- el que está junto a la puerta de entrada, no el que han colocado junto a una
de las camas - apagado se encuentra ahora superpoblada de nuevas inquilinas con
quien compartirás ese pequeño espacio por unas horas, no más de ocho en tu
caso. Aclaras la voz y entonas un tímido “Ciao… hi!”, pero la última corrección
no causa efecto alguno en su atención.
Un sabor de tonalidades salchichonadas sube por tu esófago y te sugiere que
quizás sería el momento propicio para limpiar tus dientes de los restos del
bocadillo frío que has comido en un paseo de ida y vuelta al centro. Una de
esas silenciosas criaturas se te adelanta, y es entonces cuando te das cuenta
de que hay una de ellas que no es tan silenciosa. Compases y rimas de rap inundan
todo, con algunos versos recitados con anticipación, como si dejar que sonara
mínimamente acompasado con su voz fuera demasiado fácil o demasiado agradable.
Entras por fin al baño. Has sido lo suficientemente perspicaz como para
llevarte también el pijama en el que piensas dejar cuatro apacibles horas de tu
mejor sueño. Disfrutas de cinco minutos de absoluta intimidad y vuelves a girar
otra llave, esta vez de salida al interior del cuarto.
El rap sigue sonando, los versos siguen saliendo, mezclados ahora con
sollozos ahogados. “No me dejes, no sé qué hacer, mataría a cualquiera por ti,
no me dejes, no, por favor, no me dejes”. Parece que está hablando por teléfono
- ¿por qué en la habitación con la música y no fuera? No lo sabes, no es asunto
tuyo. El resto del microcosmos se mueve, y a ti empieza a pesarte lo suficiente
la jornada de viaje como para meterte entre las mantas y leer el libro hasta
que el cansancio haga su trabajo y puedas desmayarte hasta las cinco menos
cuarto.
Sientes el movimiento de la cama, el ser sollozante de la litera superior
baja. Estás preparada para asistir, si fuera necesario, a la víctima de una
mala ruptura y, quizás, hacerle entender que la música es el alimento y
sanación del alma, pero que cada alma necesita un remedio distinto. Va al baño,
hace salir a una pobre chica recién duchada, mea (hablando sola), sale, y te pregunta por el libro que estás
leyendo. “¡Oh, es La maldición de Hill House, de Shirley Jackson” contestas “una
especie de libro de terror”. Debe de ser muy bueno, te dice sonriente, porque pareces
muy metida en la historia. Tus aspiraciones de sanadora chamánica se esfuman y
ella vuelve a su roca.
La música continúa, pero parece que ella se ha desmayado antes que tú. De
todas formas, piensas, es aún pronto para decirle nada y a ti el ruido no te
molesta. Se acabará dando cuenta y apagará el ordenador. Poco a poco, se te
cierran los ojos y, a partir de ese momento, todo sucede como en un sueño.
Una voz aguda advierte entre tinieblas a tu inquilina de arriba de que se
tiene que tapar (esta información es nueva, ¿cómo se habrá dormido?) y apagar
la música. Obedece, te giras y continúas con tu sueño. Lo siguientes que sabes
es que alguien le pide por favor que se despierte y se gire, está roncando
demasiado. Sientes que se incorpora, y empieza de nuevo a hablar. Sin llegar a
abrir del todo los ojos oyes cómo refunfuña palabrotas, no necesita dormir, qué
más da, tiene que llamar a su madre, hija de puta, “lo siento, llevo tres días
sin dormir y no puedo con tanto ruido” “no, cariño, no es culpa tuya, es esa
puta que me ha despertado”. No, no es justo, él es un negro hijo de puta, con
una mujer que es una hija de puta, ya se puede ir buscando a alguien que le
haga las mamadas, no piensa seguir con él, no piensa casarse con él, negro hijo
de puta, no, esos negros la odian, hijo de puta, ¡hijo de puta!. A todo esto se
ha sumado un sonido metálico. Unos pies salen en la oscuridad mientras sigue
retumbando “¡negro hijo de puta!”
La misma voz aguda de antes, acompañada de un movimiento de interruptor que
da un golpe de efecto angelical a la escena, advierte al ser enfurecido que
debe abandonar la habitación. No ha respetado las normas, se le devolverá el
dinero, debe marcharse. Pero ella estaba dormida, la han despertado, no es
culpa suya, abandonará el albergue pero es todo culpa de un negro hijo de puta
y todos los jodidos negros hijos de puta que la odian y están por todas partes,
¡negro hijo de puta! Han llamado a la policía, debe esperar con ella y con el
propietario en recepción, ¡negro hijo de puta! Recoge sus cosas empleando
cuatro veces la fuerza necesaria para realizar cada uno de esos movimientos,
¡negro hijo de puta! Sale al patio, ¡negro hijo de puta! Su voz resuena por
toda Pisa (¿tendrá oídos la torre?), ¡negro hijo de puta! Ya se oyen las
sirenas, ¡negro hijo de puta!
Tus ojos se cierran mientras oyes a los pies que han ido a buscar al ángel
salvador decir a su compañera de abajo “¡ay, marica, es que me dio miedo, tenía
un cuchillo!” En la madrugada, la única señal que te confirma los hechos es un
cambio en la contraseña de entrada.
El silencio de los templarios vuelve a ser dueño de la ciudad.