Si
bien los autómatas que se mezclan con los moradores de la superficie son objeto
de grandes tratados, no menos lo son los humanos, las termitas, los insectos
devoradores de planetas. Precisamente dos hembras humanas se dedican al cortejo
mutuo entre los oscuros recovecos del portal. Entre susurros y cautos silencios
llenan con su gloriosa presencia el paso entre mundos que es una puerta. De un
lado, las viviendas, la luz, la vida. Del otro, el cielo abierto, la oscuridad,
la noche, la muerte.
Hay
que reconocer el valor de estas mujeres, que desafían a golpe de beso y caricia
las miradas de ambos mundos, matan con miradas enamoradas la artificiosidad de
la luz y la terrible naturalidad de la muerte. Los labios de una y otra se funden
en un “nosotras” (“vosotras”, “ellas”) eterno. Pero esa eternidad dura apenas
un instante para los transeúntes, ajenos a esa alteración dimensional. Vuelven
a cerrar los ojos, y el tiempo se ralentiza, el espacio desaparece, el mundo se
convierte en sombras, alumbradas sólo por los fuegos encerrados en sus pechos.
Pero
- ¡oh, tragedia! - deben separarse. Todas las posibilidades cuánticas se aúnan
para establecer el final de ese momento íntimo y trasgresor. Ambas, amantes y
amadas, se miran desconcertadas. Dudan de lo que acaba de pasar, la materia ha
recuperado su densa consistencia, el mundo a su alrededor sigue igual, sólo
para ellas ha pasado el tiempo, han vivido el nacimiento explosivo del universo
y su muerte por Big Rip.
Nada
que hacer... o sí. Vuelven a mirarse y entonces ocurre, establecen la mutua
certeza y conciencia de su poder creador. Y vuelven a besarse una vez, y otra,
y aún otra más. Han encontrado su salida, su propia
parcela temporal. No hay materia entre ellas, ni vacío; no existe nada más.
Mañana
recogerán sus cuerpos y el forense firmará: “causa de la muerte: un instantáneo
beso eterno”.