Pues sí, nos hemos acostumbrado. Nos
hemos acostumbrado a tener ladrones por patrones, a sostener a todos los tuertos
mientras ajustamos las vendas que nos cubren los ojos, a mirar el dedo en lugar
de las mareas de plata que fluyen hacia aguas internacionales.
Nos hemos acostumbrado a mirar
con recelo, a ver “al otro”, a creer que todo es normal, merecido, ineludible. Nos
hemos acostumbrado a que nos impongan la paz y la palabra (casta y castellana).
Nos hemos acostumbrado a ser nosotros también “el otro”, a una guerra tácita,
al “conmigo o contra mí”, sin pensar que la respuesta a veces es “juntos,
contra ellos”.
Nos hemos acostumbrado a mirar,
observar, esperar, temblar y callar. Nos hemos acostumbrado a secar las
lágrimas de antiguas emociones y devorar una prensa cargada de bombas que no estallan pero nos carcomen, a esperar con miedo las nuevas que el alba ha de traer y
aquellas que nunca han de llegar.
Nos hemos acostumbrado, en fin, a
calzarnos la armadura para no librar batalla.
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