Ítaca es, dicen, la tierra a la que se debe volver, el hogar. Ítaca, de donde parten los héroes, a donde regresan, victoriosos, para recibir lo que ellos creen su merecida recompensa, reclamada a golpe de flecha y lanza. Felicidad forzosa, forzada; no en vano han abandonado la que se les ofrecía en la senda de regreso.
Ítaca es ese lugar permanente, estático, inmutable en el tiempo y en el espacio. Volver a Ítaca es reencontrarse con el pasado futuro que planeaste al partir. Odiseo ha de partir para regresar; ha de partir para cambiar, crecer, vivir y volver a ese lugar donde, maduro, ya no se alterará más que cuando se abandone a las Moiras.
Para que Odiseo vaya y vuelva, Penélope debe permanecer, tan inmutable como la tierra que habita. Pasa los días atrapada en una red que ella misma teje, obligándose a no abandonar nunca su prisión, a no sentir el impulso de convertirse ella misma en navegante. Se teje y se trama, se cose las costuras de las arrugas y se llena de la cálida espuma de una libertad que no es la suya.
Penélope espera, sobrevive, prisionera de una patria que abrasa sus dedos con cada nuevo amanecer. Esclava de su semilla, teje. Teje y desteje, dueña solo del tiempo. Teje para huir sin escapar, cree que sus pies son demasiado blandos para aguantar el camino; no se da cuenta de los callos que han endurecido sus manos y sus ojos. Teje, teje y teje, teje y desteje, cada día, hasta que su hilo se rompa.
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