viernes, 22 de noviembre de 2019

In musica solitudinem


Días son días en que tu banda sonora sale a través de unos auriculares con los que has intentado hacer volar en pedazos las pocas neuronas que deben de quedar en ese cerebro todo desmadejado, roto, perdido y abandonado, relleno ahora de compases que martillean el tímpano y tintinean al principio de la espina dorsal sin llegar a los pies que van, como autómatas, a su aire, a su ritmo, a su paso, tus pasos, solo tuyos y de nadie más, que nadie oye, que nadie escucha como tú oyes, escuchas, te sumerges y te hundes en esa música que sale, que es tuya, que querrías bailar, acompasar con el resto de tu cuerpo, que piensas en compartir con los demás hasta que te das cuenta de que los demás no la compartirán, no la entenderán, y acabarás viviendo en la adolescencia de otros, en la infancia de otros, en los años Ochenta de otros, y los tuyos quedarán en la sombra, en tus pies, en la red de cera de tus oídos, y no los bailarás, nunca los bailarás, nunca los escucharás de esos otros, que tampoco lo escucharán, ni compartirán tu adolescencia, tu infancia, porque la harán suya, la retorcerán, la compararán y la arruinarán para siempre, y te encierras, y cantas y desafinas en silencio, moviendo los labios en lugar de las cuerdas vocales, los dedos en lugar de los brazos y la cabeza en lugar de las caderas, como si nada existiera y todo existiera, como si tú existieras como si el futuro se hubiera quedado atrás y el pasado se colorara delante de ti y a tus fantasmas les crecieran piernas para acompañarte y tu reflejo se hubiera borrado de todos los espejos, de todos las lunas de los coches abandonados junto a la carretera, de todas las pupilas y de todos los pasados.


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