Días son días en que tu banda sonora sale a través de unos auriculares con
los que has intentado hacer volar en pedazos las pocas neuronas que deben de
quedar en ese cerebro todo desmadejado, roto, perdido y abandonado,
relleno ahora de compases que martillean el tímpano y tintinean al principio de
la espina dorsal sin llegar a los pies que van, como autómatas, a su aire, a su
ritmo, a su paso, tus pasos, solo tuyos y de nadie más, que nadie oye, que
nadie escucha como tú oyes, escuchas, te sumerges y te hundes en esa música que
sale, que es tuya, que querrías bailar, acompasar con el resto de tu cuerpo,
que piensas en compartir con los demás hasta que te das cuenta de que los demás
no la compartirán, no la entenderán, y acabarás viviendo en la adolescencia de
otros, en la infancia de otros, en los años Ochenta de otros, y los tuyos
quedarán en la sombra, en tus pies, en la red de cera de tus oídos, y no los
bailarás, nunca los bailarás, nunca los escucharás de esos otros, que tampoco
lo escucharán, ni compartirán tu adolescencia, tu infancia, porque la harán
suya, la retorcerán, la compararán y la arruinarán para siempre, y te encierras,
y cantas y desafinas en silencio, moviendo los labios en lugar de las cuerdas
vocales, los dedos en lugar de los brazos y la cabeza en lugar de las caderas,
como si nada existiera y todo existiera, como si tú existieras como si el
futuro se hubiera quedado atrás y el pasado se colorara delante de ti y a tus
fantasmas les crecieran piernas para acompañarte y tu reflejo se hubiera
borrado de todos los espejos, de todos las lunas de los coches abandonados
junto a la carretera, de todas las pupilas y de todos los pasados.
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