Abro los ojos. La misma habitación, las mismas paredes, el mismo techo… hasta la temperatura y el ruido son los mismos. Es como una pesadilla en la que entro, paradójicamente, al despertar. Suspiro. Resignación, esto tendrá que acabar algún día. Empecemos con los imposibles. Esto está empezando a ser la rutina de todos mis despertares. Primero, el de memoria: ¿quién soy? Aprieto los ojos en busca del más mínimo rastro de un recuerdo. Nada. Como me tenga que fiar de mis recuerdos en realidad soy una flor pero, a juzgar por mi aspecto, o soy una flor bastante rara o no soy una flor. Esto último parece lo más probable. Ahora, le toca a mi facultad perdida del habla. Inspiro profundamente e intento que el aire que expulso haga vibrar mis cuerdas vocales. El día que consiga hacer esto empezaré a preocuparme por la falta de acción de mis labios. Nada. Nunca pasa nada. Supongo que la única razón por la que me empeño en esto es porque la esperanza es lo último que se pierde. Sin embargo, tengo la sensación de estar dando palos de ciego sin conseguir nada. Vaya, hoy parece que mi cabeza está menos embotada que de costumbre. Creo que voy a tratar de incorporarme. No creo que vaya a poder hacerlo pero bueno, nada pierdo por intentarlo. Me inclino sobre un costado. Siento un ligero dolor, pero nada comparado con lo de la última vez. Poco a poco, voy estirando el brazo, ayudándome del otro. Estoy sentada, no me lo creo. Me tiran los músculos posteriores de las piernas. Sí, definitivamente, estoy sentada. Es increíble. A pesar del esfuerzo, siento que no puedo evitar sonreír. Acabo de superar uno de mis imposibles. De pronto, la habitación no parece tan aburrida, ni tan triste. Muy al contrario, es preciosa. Miro hacia todas partes, como un niño que va por primera vez al zoo y no sabe muy bien hacia dónde ir ni qué es lo que quiere ver primero. Tal vez podría levantarme, pero me duelen las piernas y no creo que lo aguantara. Además, me apetece disfrutar de mi primer logro en este tiempo. No puedo desmayarme ahora del dolor y del esfuerzo. Miro primero al lado de la puerta. Tal vez pase una enfermera y, al verme, se sorprenda y venga el desastre con patas que parece ser el médico. Pero la puerta está cerrada. Adiós a un posible rato de diversión. Podría llamar por el botón, que muy prudentemente me han puesto al lado de la almohada, pero me da pereza. Tendría que retorcerme o tumbarme para alcanzarlo y entonces adiós a mi logro. Miro hacia el otro lado. Veo la ventana. La misma ventana que me había mostrado los copos blancos de nieve la primera vez. Me había olvidado completamente de ella. Hoy se ven algunos pájaros. Eso quiere decir que las pausas entre despertar y despertar han sido mucho más largas de lo que pensaba. La verdad, me gustaría saber cuánto tiempo exactamente llevo aquí. Eso, al menos, sí que me lo podrán decir digo yo. Veo los pájaros y pienso cuánto me gustaría que me crecieran alas. Abandonaría el hospital, vería toda la ciudad por encima con sus casitas, sus parquecitos, sus gentes,… sería precioso.
El cielo se enrojece. Llevo todo el día mirando por la ventana. Es extraño, porque no ha pasado por aquí ninguna enfermera. Ahora que lo pienso, tampoco hace tanto que estoy despierta. Tal vez lleve unas seis horas sentada. Seguramente sólo se pasen por la mañana por la habitación. Me duele todo. Apenas unos minutos después de haber redescubierto la ventana han empezado a dolerme los músculos. Pero no puedo volver a tumbarme. Quién sabe cuándo volveré a ser capaz de incorporarme. Prefiero sufrir un poco y disfrutar de la maravillosa luz del sol que se ve por el cristal, de los pájaros, de las ramas de un árbol que suben y suben, como si también estuvieran superando sus propios imposibles, cada vez más cerca del cielo. Ha llegado la hora. Con mucho tiento, me vuelvo a recostar. Cierro los ojos. Me invade una sensación cálida. Es la primera vez, desde que tengo recuerdos, que siento esto. Es extraño, pero muy, muy agradable.