domingo, 26 de diciembre de 2010

IV

Abro los ojos. La misma habitación, las mismas paredes, el mismo techo… hasta la temperatura y el ruido son los mismos. Es como una pesadilla en la que entro, paradójicamente, al despertar. Suspiro. Resignación, esto tendrá que acabar algún día. Empecemos con los imposibles. Esto está empezando a ser la rutina de todos mis despertares. Primero, el de memoria: ¿quién soy? Aprieto los ojos en busca del más mínimo rastro de un recuerdo. Nada. Como me tenga que fiar de mis recuerdos en realidad soy una flor pero, a juzgar por mi aspecto, o soy una flor bastante rara o no soy una flor. Esto último parece lo más probable. Ahora, le toca a mi facultad perdida del habla. Inspiro profundamente e intento que el aire que expulso haga vibrar mis cuerdas vocales. El día que consiga hacer esto empezaré a preocuparme por la falta de acción de mis labios. Nada. Nunca pasa nada. Supongo que la única razón por la que me empeño en esto es porque la esperanza es lo último que se pierde. Sin embargo, tengo la sensación de estar dando palos de ciego sin conseguir nada. Vaya, hoy parece que mi cabeza está menos embotada que de costumbre. Creo que voy a tratar de incorporarme. No creo que vaya a poder hacerlo pero bueno, nada pierdo por intentarlo. Me inclino sobre un costado. Siento un ligero dolor, pero nada comparado con lo de la última vez. Poco a poco, voy estirando el brazo, ayudándome del otro. Estoy sentada, no me lo creo. Me tiran los músculos posteriores de las  piernas. Sí, definitivamente, estoy sentada. Es increíble. A pesar del esfuerzo, siento que no puedo evitar sonreír. Acabo de superar uno de mis imposibles. De pronto, la habitación no parece tan aburrida, ni tan triste. Muy al contrario, es preciosa. Miro hacia todas partes, como un niño que va por primera vez al zoo y no sabe muy bien hacia dónde ir ni qué es lo que quiere ver primero. Tal vez podría levantarme, pero me duelen las piernas y no creo que lo aguantara. Además, me apetece disfrutar de mi primer logro en este tiempo. No puedo desmayarme ahora del dolor y del esfuerzo. Miro primero al lado de la puerta. Tal vez pase una enfermera y, al verme, se sorprenda y venga el desastre con patas que parece ser el médico. Pero la puerta está cerrada. Adiós a un posible rato de diversión. Podría llamar por el botón, que muy prudentemente me han puesto al lado de la almohada, pero me da pereza. Tendría que retorcerme o tumbarme para alcanzarlo y entonces adiós a mi logro. Miro hacia el otro lado. Veo la ventana. La misma ventana que me había mostrado los copos blancos de nieve la primera vez. Me había olvidado completamente de ella. Hoy se ven algunos pájaros. Eso quiere decir que las pausas entre despertar y despertar han sido mucho más largas de lo que pensaba. La verdad, me gustaría saber cuánto tiempo exactamente llevo aquí. Eso, al menos, sí que me lo podrán decir digo yo. Veo los pájaros y pienso cuánto me gustaría que me crecieran alas. Abandonaría el hospital, vería toda la ciudad por encima con sus casitas, sus parquecitos, sus gentes,… sería precioso.

El cielo se enrojece. Llevo todo el día mirando por la ventana. Es extraño, porque no ha pasado por aquí ninguna enfermera. Ahora que lo pienso, tampoco hace tanto que estoy despierta. Tal vez lleve unas seis horas sentada. Seguramente sólo se pasen por la mañana por la habitación. Me duele todo. Apenas unos minutos después de haber redescubierto la ventana han empezado a dolerme los músculos. Pero no puedo volver a tumbarme. Quién sabe cuándo volveré a ser capaz de incorporarme. Prefiero sufrir un poco y disfrutar de la maravillosa luz del sol que se ve por el cristal, de los pájaros, de las ramas de un árbol que suben y suben, como si también estuvieran superando sus propios imposibles, cada vez más cerca del cielo. Ha llegado la hora. Con mucho tiento, me vuelvo a recostar. Cierro los ojos. Me invade una sensación cálida. Es la primera vez, desde que tengo recuerdos, que siento esto. Es extraño, pero muy, muy agradable.

martes, 21 de diciembre de 2010

III

Despierto. Despierto pero no abro los ojos. No quiero. Total, ¿para qué? Sé que la habitación sigue ahí. Tampoco he conseguido acordarme de mi nombre. La otra noche me desperté y debí de estar unas dos horas tratando de pensar y recordar, pero nada. Creo que voy a desistir, esperaré a que el doctor joven me explique qué narices estoy haciendo aquí. Además, cada vez que hago un esfuerzo por recuperar la memoria acabo tan cansada que no puedo evitar caer dormida. Bueno, me estoy hartando. Voy a abrir los ojos. ¿No lo dije? la misma miserable habitación. Ni siquiera es bonita. No sé por qué en los hospitales hay unas habitaciones de colores tan deprimentes. Bueno, en realidad no sé si  he ido alguna vez a otro hospital, pero algo me dice que son todos muy parecidos. Podrían pintar algún dibujo en las paredes, o ponerlas de algún color bonito. Pero no, mire a donde mire lo único que veo es ese color gris tan deprimente. Por Dios, hace que me den ganas de gritar y salir corriendo. Ahora que lo pienso, hoy todavía no he intentado hablar. A veeer. Nada, imposible. En fin, ya que no puedo hablar o gritar, a lo mejor puedo incorporarme un poco. Venga, vamos a intentarlo. Primero nos giramos hacia un lado y nos apoyamos en el brazo. Ahora, vamos a intentar estirar el brazo. Venga, un poco más y podré levantarme… imposible. Estoy incluso llorando del dolor. Pues habrá que ingeniárselas para que venga alguien. Al menos que me entretenga un rato. Inspeccionemos el terreno. Miro hacia mi derecha. Veo un botón que cuelga de algún lado de la pared. Sin duda es el botón para avisar a la enfermera. Desgraciadamente, está demasiado lejos. ¡Bravo! En fin, menos mal que no me estoy muriendo. Miro hacia el otro lado. Hay una maquinita que va emitiendo –bip – soniditos a intervalos regulares. Creo que es lo que marca mi pulso. También veo un montón de bolsitas colgando de ganchos. Claro, seguro que me están alimentando a base de suero. Todo está conectado a mí por electrodos y por tubitos y agujas. Me pregunto qué pasaría si tuviera una parada cardiaca… y si estaría muy mal comprobarlo. Bah, si total… nadie viene a verme, no puedo hablar, no puedo moverme… echarme no me van a echar así que voy a matar un poco el aburrimiento. Será divertido ver la reacción del joven. Con mucho esfuerzo, cojo con mi mano derecha los cables que me conectan a la máquina y tiro de ellos. Me da un pinchazo en el brazo, pero al menos no ha quedado ninguno pegado a mi cuerpo. Suspiro y me pongo a esperar. Apuesto conmigo misma. ¿Vendrá una enfermera o el doctor? Oigo revuelo por el pasillo. De repente, aparece el joven seguido de un ejército de enfermeras con un carro que me da muy mal rollo. Vienen todos con la cara desencajada, y respirando tan superficialmente como si hubieran venido desde el otro lado del mundo corriendo. El doctor me mira. Me parece que se cree que está viendo visiones o algo porque se ha quedado un poco pasmado. Me mira. Mira al cable. Me mira. Mira al cable. ¡Vamos, reacciona! Sí, me he quitado el cable. ¡¿A qué estás esperando para hablar?! Por lo menos diles a las enfermeras que pueden volver a sus puestos. Nada. Parece que al que le vaya a dar el infarto sea a él. No, si además de enferma me va a tocar cargar con la culpa de un médico menos en la plantilla del hospital. Tantos años de carrera como tienen que estudiar y no soportan ni esto. ¡Tiene narices! Parece que se repone. Les dice a las enfermeras que pueden irse, que ya se encarga él.

- Parece… parece que se ha despertado

Sí, hijo, sí. Dicen que más vale tarde que nunca, pero creo que para ser médico has tardado mucho en darte cuenta de la situación.

- Podría haber pulsado el botón, o haber gritado.

¡Este tío es tonto! ¡Por supuesto que lo habría hecho de haber podido! ¿Acaso se cree que mi hobby secreto es ir por ahí asustando a la gente y fingiendo paradas cardiorrespiratorias? Por supuesto que podría haber esperado a que viniera, pero para una vez que me despierto con energías no la voy a desperdiciar. Abro la boca como para indicarle que no puedo hablar. Aunque, pensándolo bien, mis labios no responden y el chico no destaca por su rapidez de pensamiento precisamente. Habrá que intentarlo.

- Oiga, ¿le pasa algo? – su cara dice que se esfuerza en entenderme, pero creo que su cerebro continúa en estado de shock. Utilizando la mano izquierda (la derecha no podré moverla en un rato) me señalo la garganta. - ¿No puede hablar? Ya veo… Vamos a hacer una cosa: yo pregunto y usted parpadea. Un parpadeo para decir “sí” y dos para decir “no”. Como en las películas. Pero antes vamos a volver a poner todo en su sitio.

Al menos es amable, eso hay que reconocerlo. Bastante metepatas, pero amable. Puede dar gracias a que apenas me puedo mover, porque a lo mejor un par de golpecitos a ver si espabila le habían caído a estas alturas.

- A ver, dígame, ¿se puede mover? – dos parpadeos.- Entonces, es porque le duele mucho, ¿no? – no, gusto. Dos parpadeos.- Es normal, no se preocupe. Después de semejante golpe lo raro sería que no le doliera.

¿Golpe? ¿Qué golpe? Nadie me había dicho nada de un golpe. Vamos, sigue hablando. Esto se pone interesante. Le miro con el ceño fruncido, no vaya a ser que se esté perdiendo mi cara de alucinada.

- ¿Qué pasa? ¿Ahora le duele? – dos parpadeos, dos parpadeos - ¿No es eso? – dos parpadeos- ¿Es por lo del golpe? – Parpadeo - ¿No se acuerda? – dos parpadeos. Oigo cómo murmura “esto va a ser peor de lo que me pensaba”. Felicidades, chaval. ¡Eso sí que es dar ánimos a un paciente! ¡Es que no te das cuenta de la situación! Madre mía, me duele la cabeza. Voy a volver a caer dormida. No me da ni tiempo para que el joven se de cuenta de que voy a cerrar los ojos. Bueno, que se las apañe.

viernes, 17 de diciembre de 2010

II

Luz. Es lo primero que veo al abrir los ojos. Demasiada luz, cegadora. Creo que mis ojos se están achicharrando. Intento impedirlo entre cerrándolos y parpadeando. En unos segundos ya puedo ver normal. ¿Dónde estoy? Ah, sí, la habitación. Aún no sé qué ha pasado ni quien soy. Sólo persiste el recuerdo de la flor. No hay sonidos, ni olor, sólo imagen. Esa imagen acabará por obsesionarme. Se oye la puerta. El mismo doctor de la última vez se aproxima de nuevo a la cama. Al menos de él sí que tengo recuerdos. Parece que alguien haya borrado de un plumazo toda mi vida anterior a cuando desperté en esta habitación. “Buenos días, señorita García. Me alegra ver que se ha despertado”. No dice nada más, se pone a mirar una tabla que ha sacado de los pies de mi cama. Eso debe de ser mi informe. Cuando pueda moverme me haré con él…Espera, ¿ha dicho García? Sí, estoy segura. Soy la señorita García. Quiero preguntarle qué va delante de ese apellido tan común pero, de nuevo, mis labios y mi garganta se niegan a ayudarme. Sólo puedo mirarle con gesto suplicante y esperar que lo entienda. Sin embargo, el doctor está demasiado enfrascado en la lectura del informe. De pronto, un pitido agudo y estridente irrumpe en la sala. Mi cabeza no lo recibe muy bien. En el tiempo que dura el sonido me parece que millones de agujas se clavaran en mi cerebro. El joven médico saca un cacharrito negro – creo que es a lo que llaman busca - y sale de la habitación murmurando algo así como “malditos accidentes, siempre tocan en mi guardia”. Se va. Cierra la puerta ignorando el estado de desesperación en que me abandona. Señorita ¿qué? García. Ahora, como si hubiera activado un interruptor en mi cabeza, recuerdo una larga retahíla de apellidos que vienen después de García. Es triste. Puedo recordar los apellidos d aquellos que vivieron antes que yo, pero no puedo recordar mi nombre, mi identidad. Por mucho que me esfuerce, mi nombre, mi oficio, mi familia… todo parece haberse borrado. Estoy empezando a pensar que no existo, que nunca he existido y que esa es la razón de mi completa falta de identidad. Me están entrando náuseas. Al menos esto excluye la posibilidad de ser un fantasma o estar en un sueño, porque los fantasmas y las ilusiones no sienten náuseas, ¿no? No, no lo creo. Me gustaría incorporarme. Desde aquí no veo casi nada. Intento moverme, pero cada vez que intento tensar un músculo parece que esté en el Infierno. Desisto. El intenso dolor de antes me ha dejado agotada. Se me cierran los ojos. Quiero esperar al doctor, pero me puede el cansancio. Tal vez cuando despierte de nuevo pueda averiguar quién soy. Vuelvo a rezar como la última vez, rogando tener una identidad cuando vuelva mi conciencia.

domingo, 12 de diciembre de 2010

I

Abro los ojos, ¿dónde estoy? Sólo veo cuatro paredes grises, ¿qué es esto? Bajo mi cuerpo siento algo blando y mullido, debo de estar en una cama; pero, ¿cuál? No creo que sea la mía, ni que esto sea mi cuarto. No sé cómo he llegado hasta aquí. Lo último que recuerdo es estar en la calle paseando…no, en casa de un amigo…no, no lo sé. No tengo recuerdo alguno de por lo menos el último año. Hay una pequeña ventana en una de las paredes y puedo ver caer o, más bien planear, unos circulitos blancos. Supongo que serán copos de nieve, así que estaremos en invierno. Lo último que recuerdo es una flor, la primera flor después del último invierno… ¿o fue el anterior? ¿O hace cinco años? No consigo recordar nada más que me indique de cuándo es esa flor, ni siquiera sé qué tipo de flor es. Es blanca, con puntitos azules,…todo lo demás se pierde. No veo más que sombras de colores ir de un lado a otro. Lo único que permanece estable es esa flor. De pronto, oigo una puerta que se cierra. Parece que es la puerta de la habitación porque inmediatamente después oigo unos pasos rápidos y enérgicos acercándose a mí. Pronto descubro el causante del ruido, un hombre joven de bata blanca y gesto amable o, al menos, fingiendo ser amable. No parece muy alto, pero desde mi posición parece que me encuentre ante la presencia de un gigante. Quiero hablar para preguntarle qué me ha pasado. Abro la boca pero, no sé por qué, ningún sonido sale de ella. Es como si el aire no quisiera hacer vibrar mi garganta y decidiera quedarse dentro. Mis labios y mi lengua tampoco responden. ¿Me he olvidado también de cómo se habla? Siempre pensé (creo) que eso era imposible… una acción tan simple, hablar… eso no se puede olvidar. Miro al hombre. En su bata están bordadas unas letras: “Doctor Sánchez” leo. Vaya, así que es un médico. Al menos ahora sé que no se me ha olvidado el lenguaje, sólo los mecanismos para usarlo. Así que aún recuerdo lo que es un médico y, si estoy enfrente de uno, esto debe de ser un hospital o algo parecido. Me gustaría saber también su nombre, seguro que él ya sabe el mío. Me llamo ¿Ana? ¿Marta? ¿Lucía? Podría llamarme Anacleta y no notaría la diferencia. Me doy cuenta que no es sólo que no recuerde los últimos años de mi vida… ¡es que no me recuerdo a mí misma! “Venga conmigo” oigo decir al médico “vamos a empezar”. ¿Empezar el qué? Por si no tenía suficientes preguntas sin contestar, me viene éste y me dice que hay que empezar algo. Por lo menos esto tiene pinta de no ser un misterio por mucho tiempo. Me ayuda a levantarme y me saca de la habitación. Gente, no veo más que gente yendo de un sitio a otro. No reconozco a nadie. Algunos parecen médicos como el tal Doctor Sánchez y otros parecen enfermos. Eso sí, ninguno tiene la cara de asombro que debo de tener yo. Nos paramos ante una puerta. Tras ella, nos espera un escuadrón de médicos y enfermeras que me llevan de un pasillo a otro. Me sacan sangre, me meten en tubos, me hacen correr,…supongo que esto es lo que tenía que empezar. Me mareo, siento náuseas, y éstas crecen con cada médico que me quita de las manos del anterior para llevarme a otro sitio. Al final, medio inconsciente y con la sensación de querer echar mi estómago por la boca, me dejo guiar por el doctor otra vez hasta mi cama. Me tumbo. Ahora, además, me duele la cabeza. El doctor debe de conocer muy bien casos como el mío, porque me da una pastilla sin dudarlo ni un momento y al minuto se me han pasado el dolor de cabeza y las náuseas. Ahora, lo único que siento es un sueño incontrolable. Necesito cerrar los ojos y dormir. Me gustaría que el doctor saliera de la habitación antes de caer en los brazos de Morfeo, pero es imposible. Cierro los ojos y rezo por que mañana pueda recordar quien soy.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

PRÓLOGO

Querido Heracles:
¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras? Hace ya mucho que no me llegan noticias tuyas… y que no me preocupo por encontrarlas. Supongo que habrás realizado ese sueño tuyo de convertirte en un ciudadano “decente”, formar una familia y vivir esa vida tan normal que siempre ansiaste. Si es así, te felicito. Si he de serte sincera, creo que estoy empezando a ver las cosas del mismo modo que tú. Las sombras de la sociedad son fascinantes, pero el corazón también necesita luz, aunque sea esa luz falsa que alumbra a los ciudadanos de bien. Sin embargo, tú y yo sabemos que no podremos alcanzar tal luminosidad más que engañándonos a nosotros mismos, porque hemos sido nosotros mismos los causantes de esa falsedad en la que se mueve el mundo.
Te preguntarás, no sin razón, por qué vuelvo a coger mi estilográfica (la misma que nos regalaron hace diez años) para escribirte. Podría decirte que te echo de menos, que todo está muy vacío sin tu presencia, pero mentiría y ya sabes lo poco que me gusta engañar. ¡Yo! ¿Te lo puedes creer? ¡Alguien cuya vida y trabajo dependen únicamente de su habilidad para ocultar la verdad! Cuando pienso en lo sencillo que resulta convertir en rutina algo tan asqueroso como es la mentira…. Pero, ¿qué te estaba contando? ¡Ah, sí! Las razones por las que vuelvo a garabatear estos signos, que me resultan más inútiles por momentos. Como te decía, no es porque te eche de menos. Eso significaría que he demolido los muros que tanto me ha costado construir en estos tres años. No. Tal vez tu ausencia fuera el motivo de las cartas que te envié hace algún tiempo pero, definitivamente, no es el motivo de esta vez. Esta vez el motivo es la nostalgia. Nostalgia por aquel sentimiento que nos unía a todos hace años, y que nos hacía ser una gran familia… no, éramos más que eso; éramos una gran divinidad, un ser único e imparable, pero oculto a la vista de todos. Eso es lo que éramos hasta que, hace cuatro años, algo hizo “crack” y todo se desplomó. La bala que atravesó el corazón de Ícaro atravesó también el corazón de nuestra unión. Todos tuvimos entonces que enfrentarnos a nosotros mismos. Tú dejaste de hablar y, cuando volviste a hacerlo un año más tarde, fue para anunciar que abandonabas la UCC. A veces, cuando necesitabas comunicarte, me escribías cartas que deslizabas un uno de mis bolsillos. Yo, que tampoco he sido nunca muy habladora, empecé a recitar monólogos intentando así comprenderte y ayudarte al mismo tiempo que me comprendía y ayudaba a mí misma. Supongo que eso fue lo que me salvó de la perdición, aunque no del todo. Debes saber que, después de Ícaro, mi corazón no ha sido capaz de volver a enamorarse, ni siquiera de poder abrirse a nadie que no fueras tú, y eso que hace ya más de un año que no te escribo. Sileno se decantó por el alcohol, y Ulises desvió toda su rabia a trabajar mejor y velar por nosotros. Edipo fue el único incapaz de asumirlo, si es que alguno de nosotros lo fue en algún momento. Como tú, acabó dejando la UCC y se fue de viaje, pensando quizás que podría huir de la desesperación, pero nadie puede huir de sí mismo. Lo único que sé de él desde entonces es que lo ingresaron, tras tres intentos de suicidio (ni eso le permitió cumplir su mala suerte), en un psiquiátrico americano.
En fin, aún no te he dicho la razón de esta carta. La verdad es que ahora me parece una tontería. El otro día, mientras mataba el tiempo paseando por un parque, vi a varios niños jugando a policías y bandidos. Ninguno de ellos quería ser el malo hasta que, resignados, dos de ellos aceptaron encargarse de “delinquir”. Todo ello me recordó cómo empezó esto. Me vi, de repente, leyendo la carta del Gobierno ofreciéndome un nuevo puesto, mejor pagado e “imprescindible para el Estado”, en una unidad pionera: la Unidad de Crimen Controlado. Yo, que en aquellos tiempos era una joven exaltada a la que no le importaba hacer cualquier cosa con tal de servir a su país, acepté el cambio de puesto a pesar de lo amenazador del nombre de la sección. Recuerdo aún el primer día. Todos nos mirábamos, analizándonos mutuamente, henchidos de orgullo por haber sido elegidos para aquel proyecto. Nosotros aseguraríamos la estabilidad política y social haciendo todo lo contrario a la policía. Éramos el peso que equilibraba la balanza del bien y del mal, el polo negativo de la batería de la justicia. No puede haber bien si no hay mal. Demasiada calma puede hacer que la gente comience a pensar por sí misma, y esto no les conviene a los políticos. Nosotros nos encargaríamos de que la gente no tuviera esa calma tan inconveniente. Robos, asesinatos, fraudes fiscales,… creo que no hay delito que no haya cometido. Sin embargo, al igual que entonces, mi obligación es sonreír todas las mañanas y decir que soy secretaria en el ministerio si alguien me pregunta. Si alguien escuchara todo lo que he hecho, lo que he tenido que hacer, se horrorizaría y se taparía los oídos negándose a creer que nuestra unidad es un mal necesario para el bienestar de todos.
Sí, somos un mal necesario, pero el malo también se cansa de serlo siempre. Hace falta que, después de las tinieblas, aparezca un rayito de luz. Tal vez acertaste renunciando bajo juramento (y amenaza de muerte) de no decir nada sobre el proyecto de la Unidad de Crimen Controlado. Tal vez era la mejor opción pero dime, ¿eres feliz? ¿No te asaltan por las noches pesadillas en las que eres juzgado y sentenciado a la tortura divina? Dios puede perdonar, pero para nosotros es demasiado tarde. Estamos más cerca del Infierno que del Cielo. Somos como aquel mesías que murió por la humanidad, con la diferencia de que nosotros no somos hijos de Dios, ni mártires de la religión. Somos humanos, unos simples y llanos seres humanos que jamás serán agradecidos en vida ni perdonados en muerte. Tú te fuiste a formar una familia. Yo no soy tan fuerte. Creo que nunca seré capaz de dejar el pasado atrás. Ahora que han entrado nuevos miembros que podrán hacerse cargo de todo junto con Ulises. He decidido seguir el ejemplo del pobre Edipo, aunque espero tener mejor suerte en la empresa. Me reuniré con Ícaro esté donde esté. En la eternidad tendré tiempo, entre tortura y tortura, de decirle todas las palabras que no pude (o no me atreví) cuando aún estaba con nosotros.
Si has llegado a leer toda la carta, habrás comprendido que esto es una despedida, pero no te preocupes, si hay algo después de la muerte, sólo hay un sitio al que podamos ir nosotros. Deseo (de verdad lo deseo) que consigas encontrar el reposo que yo no pude hallar y vivas feliz hasta el día en que nos volvamos a ver en el otro lado, tras Cancerbero, en lo más oscuro del mundo de los muertos.
Hasta entonces,
SÉMELE