Tap-tap, tap-tap, tap-tap, el único sonido que se podía escuchar en la calle eran sus pisadas, calmas y acompasadas, que le hacían avanzar al ritmo de una suerte de melodía interna. Su largo abrigo se balanceaba de un lado a otro, chocando suavemente con sus piernas, y haciendo que el compás que le dirigía se hiciera más fuerte.
No había nadie en la calle. Un martes de madrugada no era el momento de la semana con más actividad en la urbe. Sólo paseaban aquellos seres amantes de la noche que se rebelaban contra la condición humana de criaturas diurnas, y no eran demasiados. Consultó su reloj, era demasiado pronto aún. Lo había sabido antes incluso de salir de casa, pero su ansiedad era demasiado fuerte. Miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse a esperar. Vio que a pocos metros de donde se encontraba el ayuntamiento había tendido a bien colocar una marquesina de autobús. No es que fuera el sitio más cómodo del mundo, pero tendría que conformarse. Era, o eso parecía, de color verde. Ahora les había dado por cambiar ese bonito color rojo de siempre y las ponían de las tonalidades y colores más insospechados.
No pudo sentarse al primer intento, pues un grueso libro olvidado o abandonado por algún alma errante del transporte público se lo impidió. Lo cogió y, ahora sí, se sentó sobre el estrecho banco. Miró la portada del libro, tenía aún mucho tiempo por delante. Vaya, ya sabía lo que era aquello. Era uno de esos libros que se habían puesto tan de moda entre los jóvenes... algo sobre unos vampiros vegetarianos. No pudo reprimir una carcajada sarcástica “¡Ja, qué imaginación!”. Si habían llegado a esos extremos es que los mitos de la oscuridad estaban en pleno declive. Se encogió de hombros, “mejor así” pensó.
Volvió a mirar su viejo reloj, era la hora. Miró en derredor hasta que dio con lo que buscaba: una mujer. Salió de detrás de una esquina cercana a la marquesina. Alta y delgada, pero no escuálida, como a él le gustaban. Su larga cabellera se veía ondear y daba un toque de color a la noche con ese color escarlata tan provocador. Sus mejillas, rosadas por el esfuerzo de caminar apresurada para llegar a su casa, contrastaban con su pálida piel, y se podían ver cada vez que pasaba algún coche y la alumbraba con sus faros.
Se levantó y comenzó a perseguirla. Conocía el recorrido de memoria. “Derecha... Izquierda... Izquierda de nuevo...”, lo mismo de todas las noches. Llevaba semanas acechándola, antes incluso de la anterior luna nueva. Casi en el mismo instante que la vio se había convertido en una obsesión continua que alimentaba de día en sueños, y de noche en la distancia. No debía apresurarse ahora, tenía que tomárselo con calma.
Por fin ella dobló aquella esquina, la última, y entró en una calle estrecha y sin apenas farolas, uno de aquellos callejones de la vieja ciudad. Sólo unos segundos, apenas unos segundos. Un temblor de emoción le recorrió toda la espalda, y aprovechó el impulso de su ánimo para atacar. Sólo le llevó unos instantes. Se abalanzó sobre ella cubriendo su boca con una mano mientras le giraba la cabeza dejando el cuello al descubierto. Se relamió a la vez que hundía en ella sus blancos colmillos. Cuando llegaron a sus labios las primeras gotas de sangre no pudo reprimir un gemido de placer. Prolongó todo lo que pudo el momento, extrayendo de ella su vida escondida en ríos escarlata hasta que no quedó ya más de aquella sangre oxigenada tan deliciosa.
La depositó con cuidado en el suelo, admirando una vez más su belleza. Se levantó y se marchó, desapareciendo entre las sombras. Cuentan los amantes de la noche de la ciudad vieja que aquella noche retumbó en sus calles una risa clara y macabra a la vez, y que entre las carcajadas eufóricas se podían escuchar unas palabras desconcertantes: “Vampiros vegetarianos... ¡qué imaginación!”.
Ala, no sabía que tuvieses blog :)
ResponderEliminarjajaja, pues ahora que ya lo sabes habrá examen, jajajajaja
ResponderEliminarEstupendas descripciones. Claro y sencillo pero muy cuidado. Enhorabuena
ResponderEliminarBesos