Clic.
La crisis. Clic. Muertos. Clic. Gente gritando incoherencias. Clic. Apagó la
televisión. “El mundo está podrido”, pensó. El mundo estaba realmente podrido y
ella estaba tan podrida como el mundo, tumbada en el sofá, sin saber cómo administrar
su tiempo libre. Pensó en llamar a alguna de sus amigas, bueno, alguna de esas
arpías que se criticaban sin piedad unas a espaldas de las otras de tal forma
que estaba segura de sentir no menos de cien puñaladas desde los omóplatos
hasta el cóccix cada vez que pensaba en ellas. Desechó la idea de inmediato.
Podría leer, pero elegir un libro de la estantería le parecía ya un esfuerzo
titánico. La radio parecía una buena opción, cosa que quedó inmediatamente
desmentida ante la acumulación de politiqueo y mala música. El ordenador no le
producía ninguna emoción. Internet era una fuente enorme de posible
entretenimiento, una fuente infinita que, de tan grande como era,
abrumaba. En resumen, la única emoción,
el único estado de ánimo que podría describir su situación era la más profunda
apatía. La verdad es que el último año había trabajado al doble de su
capacidad, casi superando las leyes físicas de tiempo y espacio, y ahora se
encontraba sin nada que hacer, sin rumbo, sin objetivos.
Era
tal su apatía que ni siquiera sentía ganas de comer ni beber, cosa que hacía,
sin embargo, porque sabía que el ayuno total traería consigo la muerte, y
tampoco se sentía con ganas de pensar en las consecuencias que ello traería y
arriesgarse a tener que pensar en ello en alguna suerte de segunda vida.
Miró
hacia el otro lado del sofá. Allí era donde solía sentarse Alejandro. Suspiró.
Aún le parecía que él iba a entrar por la puerta. Aún, si cerraba los ojos,
podía imaginarlo aproximándose con calma al sofá y sentarse en su lado favorito
del mueble. Ella se arrastraba entonces a ese lado. El sonreía y la rodeaba con
su brazo, estableciendo una frontera entre el mundo exterior y ella,
consiguiendo que se aislara incluso de ella misma. Entonces no le hacía falta
pensar en nada. Ni el sueño más reparador tenía un efecto mejor que aquellos
momentos en los que no existían nada más que él y su brazo protector, y no
había necesidad de más verdades, ni planteamientos ni nada, con aquello
bastaba. De vez en cuando él inclinaba la cabeza y le daba algún beso en la
frente o en la mejilla, y ella cerraba los ojos y sonreía de puro placer.
Aquello era lo más parecido a la felicidad que había vivido nunca. Ni
siquiera en las noches más apasionadas que se daban en su dormitorio se sentía
tan bien como en aquellos momentos de tranquilidad en el sofá, su sofá, el
santuario de Alejandro y Helena. Él solía decir que era como su pequeña Troya,
pero sin los molestos griegos atacando. A veces le leía fragmentos de libros,
con los que ella cerraba los ojos y viajaba junto a él por mil y un lugares.
Uno de sus favoritos era “Los tres mosqueteros”, de su tocayo francés. En otras
ocasiones traía una tableta del mejor chocolate y le iba dando pedacitos que
ella deshacía en su boca con enorme placer. Pero todo aquello se había acabado.
Se había terminado cuando él tuvo que partir hacia Londres y comenzar a
trabajar en una nueva sucursal de su banco. Intentaron seguir, claro que lo
intentaron con todas sus fuerzas, pero la distancia es mala compañera en el
amor. Y de aquello hacía ya un año y medio.
Dos
lágrimas salieron de sus ojos y resbalaron por sus mejillas para juntarse bajo
su barbilla, fundirse en un abrazo y abandonarse a la fuerza de gravedad.
Parecía mentira que no hubiera sido capaz de recomponer su vida. Había pasado
por un período de falsa felicidad y euforia, para luego pasar a la etapa en la
que se había dedicado en cuerpo y alma a su trabajo y, por fin, llegar a su
estado actual: una semana entera sin apenas moverse, sin apenas comer ni beber,
durmiendo lo mínimo y sin hacer nada más que vagar como alma en pena de un lado
a otro de la casa y tumbarse en el sofá en silencio, regodeándose en su propia
miseria, metiéndose cada vez más en un pozo oscuro e igual de silencioso, sin
fuerzas para llevarle la contraria a las fuerzas naturales e intentar ascender.
No es que no quisiera, es que simplemente le parecía inútil intentarlo.
Miró
el reloj. Las dos, habría que comer. Con un esfuerzo que parecía más propio de
un héroe mitológico se levantó del sofá y se dirigió a la cocina arrastrando
los pies, como si no fuera capaz de dar un paso, como si se dejara llevar por
la inercia. Abrió lentamente la puerta del frigorífico. Estaba vacío, claro, la
nevera no se llenaba si nadie reponía los alimentos. Tendría que bajar a por
algo. Fue con esfuerzo hasta su habitación, y con más esfuerzo todavía abrió la
puerta del armario. Se encontraba ahora con otra misión imposible. Toda esa
ropa que en su momento le había parecido que necesitaba se arremolinaba ante
sus ojos sin poder elegir qué ponerse para ir al supermercado. Decidió que se
pondría su viejo chándal y sus deportivas. Tampoco le apetecía peinarse, así
que medio ordenó sus cabellos en un recogido improvisado con un coletero. Tomó
sus llaves del cuenquito que colocaba a la puerta y su cartera, en la que miró
que hubiera algo de dinero o, al menos, una tarjeta de crédito. Salió sin
pararse siquiera a coger un abrigo, temiendo que si demoraba unos minutos más
su salida se arrepentiría y se quedaría en casa.
Bajó
por las escaleras, despacio, pero con el suficiente ritmo como para no quedarse
parada. Esperaba no encontrarse con nadie en su primera excursión de la semana
fuera de casa, no tenía ganas de perderse en conversaciones intrascendentes con
cualquier vecina cotilla. Abrió el portal como si se tratara de un gran portón
medieval. El frío exterior se golpeó en la cara, y los pulmones se llenaron de
oxígeno en disolución, despejando temporalmente su cabeza, como si la ráfaga de
aire levantara todo el polvo y los datos acumulados en su cerebro, aunque no
tardaron mucho en volverse a posar y el frío, junto al peso de la información,
hizo que un temblor le sacudiera todo el cuerpo. No tardó mucho en abastecerse.
Hamburguesas, pasta, filetes, arroz y algunas manzanas además, claro, de un
cargamento de chocolate que hizo que la cajera la mirara con ojos desorbitados
preguntándose, seguramente, de dónde había salido aquella mujer.
Salió
del supermercado cargada con tres bolsas en cada mano. Se arrepintió entonces
de no haber cogido algo de abrigo, el frío invernal le estaba calando hasta los
huesos. Lo mejor sería darse prisa, antes de coger una pulmonía. Así le costó
menos volver y, una vez en casa, estaba completamente despejada para ordenar
los recién adquiridos alimentos.
Procuró
acabar rápido y decidió darse una ducha en condiciones. Nada como los chorros
de agua casi hirviendo recorriéndole primero los hombros, el pecho, la espalda,
para seguir con sus glúteos y piernas e ir a morir al desagüe. Aprovechó para
lavarse el pelo, que milagrosamente no se había convertido en residencia de
parásitos, y luego simplemente dejó correr el agua, creando una bruma a su
alrededor digna de capital bretona. El contraste entre el frío de la calle y el
ambiente de termas romanas que reinaba en el baño terminó por despejarla.
Salió
del baño. La verdad es que no le apetecía volverse a sentar en el sofá. Si
tenía que ser sincera con ella misma, no tenía ganas ni de estar en casa. No
las había tenido desde hacía un año. Cada rincón del piso le recordaba
irremediablemente a Alejandro, y así no tenía forma de animar el espíritu. Se
dirigió enérgicamente hacia su cuarto. Una idea había aparecido en su cabecita
y no se iría de allí hasta haberse realizado. Abrió el armario. Esta vez sacó
unos vaqueros y una camisa. Se calzó unos botines y cogió una gabardina y un
sombrero que aún estaban sin estrenar. Recordaba haberlos comprado hacía ya un
tiempo, pero no se los había puesto, seguramente por vergüenza. Aquel día, sin
embargo, le daba tan igual el resto del mundo que el mecanismo por excelencia
del ser humano para evitar el ridículo se había apagado, y de la misma forma
que iba a estrenar su nuevo aspecto, podría haber salido vestida de payaso sin
que ello tuviera mayores repercusiones. Tomó un bolso donde metió lo
imprescindible: las llaves, la cartera, el móvil y un paquete de pañuelos
(odiaba cuando el interior de su nariz se derretía los días de frío). Consultó
un momento el estado de sus finanzas, comprobando con satisfacción que tenía
prácticamente todo el dinero del sueldo del último año, descontando solamente
su dieta, que no había sido copiosa precisamente.
Salió
entonces resuelta a la calle, decidida a cambiar drásticamente su vida. Estuvo
caminando un buen rato alrededor de la manzana hasta que se decidió por fin a
entrar a una inmobiliaria. No es que fuera más bonita, o más grande, o con más
pisos en el escaparate; simplemente es que era la que menos gente tenía. Sabía
que aquello no era precisamente señal de buen negocio, pero le daba igual. Sus
ingresos le permitían incluso comprar un nuevo piso sin endeudarse demasiado y
sin vender el antiguo. Se sentó en una de las mesas donde ponía
"asesoría", y esperó diez largos minutos hasta que un joven aprendiz
de timador se sentó frente a ella. En pocas palabras, le explicó que necesitaba
un piso de alquiler a precio razonable con bastante urgencia. El hombre quiso
despacharla enseguida con un archivador de pisos para que “fuera mirando
mientras él terminaba unos asuntos”.
- Ya,
bueno, pero es que me gustaría que me asesorase un poco con los pisos.
- Sí,
si se espera unos minutos la atenderé. Vaya echando una ojeada a los precios.
´-¿Para
qué? ¿Para que pueda terminar la faena con su compañera en el cuarto de la
fotocopiadora?
Lo
había dicho demasiado alto. Lo supo en cuanto sintió todas las cabezas girando
hacia su dirección. Los otros asistentes miraban fijamente a su compañero,
mientras que el resto de clientes parecía entre asombrado y divertido por la
escena. No había sido esa su intención, pero el mal ya estaba hecho. No tenía
más remedio que seguir en el mismo tono para no hacer el ridículo más todavía.
- Sí,
no me mire con esa cara. Les he visto entrar en el cuartito a la vez que yo
abría la puerta, tiene algunos rastros de pintalabios bajo la oreja derecha y,
por si fuera poco, tiene la poca vergüenza de venir a atenderme con el cinturón
desabrochado y la bragueta a medio subir. La próxima vez piense que así se
arriesga más a perder un cliente que si yo hubiera esperado los dos minutos que
debe de durarle el asunto. Los precios van a ser abusivos, con eso ya cuento,
pero creo que no es mucho pedir que me explique las cualidades de cada piso y
se esfuerce un poquito en convencerme de que debo contar con sus servicios.
Nunca ningún timador de su gremio lo ha tenido más fácil. Felicidades, es usted
la inutilidad bajada de los cielos y hecha humana, si fuera un antiguo romano
le levantaría un altar ahora mismo. Sin embargo en esta situación no tengo más
remedio que dar media vuelta y marcharme, buenos días.
Y
tras soltar aquella parrafada, paró para recuperar el aliento, se levantó y se
fue hecha una furia por la puerta. “Al menos” pensó, “al menos se ve que ya voy
recobrando energías”. Comenzó a andar sin rumbo fijo, temerosa de perder
aquella renovada fuerza al volver al hogar. No llevaba ni cinco minutos andando
cuando sintió una mano en su hombro.
-
Disculpe,
señorita, pero creo que se le han caído las llaves.
Miró
de hito en hito al extraño que le tendía la mano. No habría sabido muy bien
cómo calificarle. Era alto, muy alto, tanto, que junto a su delgadez daba una
cierta sensación de estar desarticulado, más o menos como una marioneta
abandonada. No podía verle la cara, pues la cubría un enorme sombrero de copa
tan remendado y con parches de tantos colores distintos que enseguida acudió a
su imaginación el Sombrerero Loco del cuento de Lewis Carrol; y un gran abrigo
de cuero ocultaba la mayor parte de su cuerpo.
De una de las mangas, surgía una mano. Blanquecina y huesuda, hacía bailar
entre sus dedos un juego de llaves.
-
Lo
siento, - replicó – se ha equivocado. Esas llaves no son mías.
- Oh,
vaya, cuanto lo lamento entonces. Es sólo que... bueno... me había parecido que
podrían pertenecerle.
-
¿De
verdad? - sonrió sarcásticamente - ¿Y puedo saber por qué?
-
Su
aura coincide con ellas – respondió él sin inmutarse.
Aquélla
era, ciertamente, una respuesta inesperada. La dejó tan impactada que no tuvo
más remedio que pedirle a aquel extraño hombre que se la repitiera.
-
Sí,
- contestó éste – ya sé que puede sonar extraño, y más para alguien de la
superficie. - ¿Alguien de la superficie? ¿A qué se refería? - Por el momento
sólo puedo asegurar que estas llaves le pertenecen. Tal vez no las haya visto
en su vida, y quizás no sepa a qué cerradura corresponden, pero lo que está
claro es que son de su propiedad.
- Ya,
claro... Oiga, no pretendo ofenderle, pero yo no soy de las que creen en cosas
sobrenaturales.
- ¿Por
qué no hacemos una cosa? Necesito que cierre los ojos.
- ¿Cerrar
los ojos? ¿Para qué? - después de años viendo y oyendo acerca de secuestros,
asesinatos y robos en los medios, no le hacía mucha gracia la posibilidad de
ser ella misma la protagonista de un titular.
- Necesito
demostrarle que hay una conexión entre usted y las llaves o, más bien, entre
usted y lo que se encuentra aislado por la cerradura. Vamos, no le voy a robar
ni nada similar, si es lo que está pensando. Será sólo un minuto, lo prometo,
pero le ruego me dé una oportunidad.
Suspiró
profundamente y cerró los ojos. La voz del extraño tenía un no – sabía – qué
que le hacía confiar en él. Segundos después de que sus párpados cubrieran sus
ojos, oyó a su lado el tintineo de las llaves al chocar entre ellas. En unos
instantes que se hicieron infinitos, sintió sus constantes bajar al mínimo. En
esos momentos de última consciencia vio pasar sus últimos dos años, y no sólo
los vio, sino que le pareció que todas las emociones volvían a ella,
provocándole alternativamente estadios de euforia, alegría, enfado o
desolación, sin darle tiempo a recuperarse del anterior cuando una nueva
emoción se apoderaba de ella. Todo, supuso más tarde, no le habría tomado más
que unos pocos segundos, pero éstos fueron de tal intensidad, que le pareció
haber vuelto a vivir dos años. Después, nada. Los recuerdos se esfumaron como
el humo. Abrió los ojos a tiempo para ver la sonrisa que el extraño
personajillo esgrimía justo antes de caer desplomada al suelo.
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