Abrió los ojos. Le costó, pero al fin pudo despegar los párpados. Pegó un pequeño brinco, no era aquél el escenario que esperaba. Volvía a estar allí, en su sofá, en el mismo maldito sofá que creía haber dejado atrás. Y no era sólo el sofá, toda la sala era la misma maldita habitación que pensaba que había abandonado. “¿Lo habré soñado?” se preguntó. Sí, eso debía ser, no cabía otra explicación. No podía ser de otra manera y sin embargo... sin embargo, todo le había parecido, le había parecido tan real que habría jurado... se llevó la mano a la espalda. Debía encontrar un espejo, y rápido. Salió disparada hacia el cuarto de baño en busca del tan ansiado espejo. Se quitó apresuradamente la camiseta, se miró el reflejo de su espalda por encima del hombro y... nada. Nada de nada, ni la más mínima manchita, ni el menor atisbo de una superficie más oscura que el resto. Sentía acudir, como ya empezaba a ser habitual, dos lágrimas a sus ojos. Ahora, justamente ahora que iba a cambiar de hogar, de vida, hasta de mundo, ahora que iba a dejarlo todo atrás como un mal recuerdo... ahora, justo ahora, se despertaba de tan maravilloso sueño, de ese paraíso que se había formado. Agachó la cabeza con una mueca de dolor. La espalda toda se doblegó ante la cruda realidad. ¡Qué estúpida había sido, mira que pensar que todo aquel mundo de fantasía era real! Sus manos se introdujeron en sus bolsillos en un acto involuntario mientras volvía hacia el punto de partida: su sofá. Fue entonces cuando se dio cuenta de que llevaba algo en el bolsillo derecho del pantalón. Lo sacó. Era una pequeña cajita con forma de dado. La abrió. De su interior salió una luz que iluminó de nuevo todas sus esperanzas.
Oyó un ruido a sus espaldas. No estaba sola. “¡Anwar!” fue lo primero que se le vino a la cabeza. Pero no, él no sabía dónde vivía. Además, ¿para qué iba a llevarla hasta allí? No tenía ningún sentido. Entonces, ¿quién sería? Se dirigió primero hacia la cocina y cogió uno de los cuchillos de aquel conjunto que habían comprado al mudarse, con el irrealizable propósito de aprender algo de cocina. Volvió al pasillo o, mejor dicho, iba a hacerlo cuando se topó de cara con el intruso. Tuvo el tiempo justo de exclamar “¡Alejandro!” antes de que sus reflejos la hicieran clavar el largo filo del cuchillo en el estómago de su antiguo compañero. Sus piernas se doblaron, y su cuerpo se desplomó. Ella se desplomó con él, se abandonó mirando por última vez sus manos ensangrentadas.
Se despertó sin aliento, empapada en sudor y lágrimas. Se incorporó apoyándose en un costado, el sueño la había dejado agotada. Miró a su alrededor, ahora sí que estaba donde tenía que estar: en la habitación de la gran casa de Anwar. Se palpó la espalda, encontrando que los círculos elementales se encontraban extrañamente humedecidos por lo que parecía una pasta viscosa. Destapó una de las peceras que tenía instaladas Anwar por toda la casa (como nadie le visitaba, no había riesgo de que se dieran cuenta) y se miró las manos. Era una sustancia de un color indefinido entre ocre y marrón. Al frotarla por los dedos éstos se pegaban. Parecía una especie de resina. “Pero, ¿qué es esto?” se preguntó atónita. “¿Cómo puede mi cuerpo fabricar algo así?” Corrió, se abalanzó sobre la ducha. Se frotó tan fuerte como pudo, incluso temió abrirse la piel arrancándose ese líquido asqueroso. Salió después cambiando, claro, su ropa. No creía que pudiera volver a ponerse ese camisón que había adquirido en el mundo subterráneo. Una pena, pues era muy colorido y le encantaba, pero mucho se temía que no tuviera remedio.
Volvió al piso superior para pasear por la pequeña azotea que culminaba el edificio en el espacio que quedaba entre las dos buhardillas que hacían parecer la mansión un verdadero palacio. Una vez más el aire fresco de la noche hizo que su respiración volviera a su ritmo normal. Miró hacia las estrellas, recordando todas las historias que había aprendido durante aquellos días. A pesar de todo, sintió por primera vez que era libre de su pasado, que no tenía nada a lo que temer, que tenía su futuro y su destino en sus manos.
Se dio la vuelta para volver a entrar. Fue entonces cuando escuchó posarse a alguien a su espalda. Ni siquiera le dio tiempo a volverse a mirar. Alguien ya había pegado su cuerpo al suyo, y la sujetaba de la cintura con una mano mientras le tapaba la boca con la otra. Intentó en vano zafarse. Mordió la mano que le impedía gritar para intentar avisar a Anwar, pero nada, el agresor no cejaba en su empeño, así que acabó por resignarse y asumir las cosas como venían. Ya buscaría una oportunidad de escapar.
- Tranquila – un susurro grave y profundo se escurrió por su oído a la vez que la mano que le sujetaba la cintura se relajaba un poco. - No te voy a hacer nada... al menos de momento. Simplemente asiente o niega con la cabeza. ¿Entiendes?
Asintió con la cabeza, tal y como el extraño la había indicado. El corazón le latía a cien por hora, aunque hacía grandes esfuerzos porque eso no se trasladase también a su respiración, y parecer así que estaba tranquila y dominaba, al menos en lo que a ella respectaba, la situación en vez de estar sufriendo un ataque de pánico.
- ¿Eres amiga de Anwar? - asintió – Entonces, no le vas a hacer ningún mal, ¿verdad? - negó - ¿Sabes dónde está? - asintió. ¡Claro que lo sabía, estaría fuera, mirando al cielo! – Soy un amigo que le está buscando así que ahora, sin hacer tonterías, me vas a llevar hasta donde está, ¿de acuerdo? - asintió de nuevo o, más bien, su propio temblor hizo que la cabeza subiera y bajara. - Bien, te voy a soltar. No te gires, no hables, sólo llévame y no pasará nada, lo prometo.
Efectivamente, la liberó, y pudo sentir cómo aquel intruso daba un par de pasos hacia atrás. Tal vez, sólo tal vez, si hubiera estado más calmada y hubiera podido pensar con más claridad, se habría dado cuenta de que no la había amenazado con arma alguna, ni había intentado hacerle daño (incluso le había recalcado que aquella no era su intención ni mucho menos) y que aquel retroceso no se debía al respeto que pudiera tenerle o el amor al espacio personal que pudiera procesar el intruso, sino que estaba destinado a asegurarse una vía de escape en caso de que se torcieran las cosas. Quizás, si se hubiese percatado de todo aquello, se habría vuelto para ver la cara de quien se había presentado de forma tan aterradora e incluso le habría atacado.
Pero no fue así, su instinto de supervivencia había tomado las riendas y ordenaba obedecer cuanto la pidieran. Condujo al extraño escaleras abajo. Iba despacio, a tientas, como si se hubiera vuelto ciega de repente. Necesitaba palpar cada pared, tener la seguridad de que no se iban a caer y que podría apoyarse en ella sin temor, ya que sus piernas parecían poder fallarle en cualquier momento. Se mantenía atenta, escuchando cada paso y cada respiración del desconocido que la seguía detrás. Un extraño vértigo la embriagó al terminar los escalones y llegar frente a la puerta de salida. Dudó unos segundos, preguntándose si no tendría alguna posibilidad de impedir que el extraño llegara hasta Anwar o, al menos, de poder poner a éste último en antecedentes para que pudiera estar alerta. Pero notaba clavada en su nuca la mirada de aquel individuo, que esperaba expectante que abriera la dichosa puerta.
Cerró los ojos y empujó lentamente la madera que les separaba del exterior. La figura de Anwar se apreciaba a unos metros, semiincorporado sobre sus antebrazos, observando, hipnotizado como siempre, los astros celestes. El desconocido corrió hacia él, y Sahira pudo ver cómo su amigo se levantaba de un salto, dejando de lado sus ensueños y ambos se abrazaban entre risas y saludos de viejos amigos. Ella, por su parte, cedió a sus piernas y se dejó caer sobre la hierba, permitiendo a su cerebro el merecido descanso tras aquellos intensos minutos.
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