Las puertas del elevador se abren, y se introduce en él dándose cuenta de
que la acompaña aquel ser (¿ser, ente, fantasma?). Las puertas se cierran,
atrapándolos en el reducido espacio que conforman sus paredes, redondas,
limitadas e infinitas. El mundo se reduce ahora a la maquinaria que ha de
portarlos desde el mundo del polvo al del cemento.
El
espectro no se mueve, observa, recostado sobre el fondo del elevador. ¿Qué
observa? Es probable que ni él mismo lo sepa. Sus ojos atraviesan a su compañera
de viaje, van más allá de la matriz (¿o matraz?) que los retiene, se pierden en
los recónditos mundos paralelos que pueden estar sucediendo, o en todas las
posibilidades cuánticas que podían haber sido en este mundo y no fueron.
Rompe
el silencio un carraspeo incómodo, femenino, terrenal, humano. Los ojos
tiemblan. Por un instante, el espíritu parece re-encarnarse, re-establecer su
consistencia, pero es una ilusión. El ánima que alguna vez perteneció a aquel
hombre ha volado lejos, sin ánimo para volver (porque a veces cuando faltan los
“ellos”, las “ellas” pueden caminar tan lejos como fin del mundo).
¿Quién
fue? ¿Qué ocurrió? ¿Fue una “ella” quien lo dejó en este estado? ¿Fue una
afasia emocional temporal permanente? ¿Se perdió para no encontrarse? ¿O para
encontrar otras cosas? ¿Podemos decir, en cualquier caso, que alguna vez fue?
¿Y, si no fue, por qué está?
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