lunes, 6 de marzo de 2017

Fantasmas domésticos

Las puertas del elevador se abren, y se introduce en él dándose cuenta de que la acompaña aquel ser (¿ser, ente, fantasma?). Las puertas se cierran, atrapándolos en el reducido espacio que conforman sus paredes, redondas, limitadas e infinitas. El mundo se reduce ahora a la maquinaria que ha de portarlos desde el mundo del polvo al del cemento.

El espectro no se mueve, observa, recostado sobre el fondo del elevador. ¿Qué observa? Es probable que ni él mismo lo sepa. Sus ojos atraviesan a su compañera de viaje, van más allá de la matriz (¿o matraz?) que los retiene, se pierden en los recónditos mundos paralelos que pueden estar sucediendo, o en todas las posibilidades cuánticas que podían haber sido en este mundo y no fueron.

Rompe el silencio un carraspeo incómodo, femenino, terrenal, humano. Los ojos tiemblan. Por un instante, el espíritu parece re-encarnarse, re-establecer su consistencia, pero es una ilusión. El ánima que alguna vez perteneció a aquel hombre ha volado lejos, sin ánimo para volver (porque a veces cuando faltan los “ellos”, las “ellas” pueden caminar tan lejos como fin del mundo).

¿Quién fue? ¿Qué ocurrió? ¿Fue una “ella” quien lo dejó en este estado? ¿Fue una afasia emocional temporal permanente? ¿Se perdió para no encontrarse? ¿O para encontrar otras cosas? ¿Podemos decir, en cualquier caso, que alguna vez fue? ¿Y, si no fue, por qué está?

No importa, nada importa ya. El hombre murió, las puertas del elevador se han abierto de nuevo.

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