De todas la especies humanas,
quizás sean los pertenecientes a la familia de los philologi los más traicioneros. Classicus,
hispanicus, germanicus,... todos ellos criaturas de aviesa sonrisa que
proclaman un desmesurado amor por la palabra. Pero el nombre no es sino una
máscara tras la que se oculta una naturaleza tan oscura como hipnotizante, con
esa belleza que sólo los complejos mecanismos que giran milagrosamente
acompasados pueden proporcionar.
Los exploradores más valientes
pueden ocultarse en la maleza para espiar a estos seres, canallas e inquietos;
siempre, claro, tomando las debidas precauciones para no asustarlos.
Asomándonos así, despacio, a sus guaridas, podemos verlos inclinados sobre sus
abarrotados escritorios, moviendo sus patas con rapidez y precisión, tomando
palabras de aquí y allá, convirtiendo sus madrigueras en auténticos
laboratorios. Cada pensamiento, cada idea que ha tenido la desgracia de caer en
las zarpas de estos verbívoros es exprimido, diseccionado y reducido a su
mínima expresión, despojado de todo significado para luego volver a ser
re-unido en nuevos seres aberrantes que miran con ojos avergonzados y
temblorosos a las futuras víctimas, aún parte de lo que han sido, reflejo de lo
que no volverán a ser.
Hay, entre todas estas especies,
unos especímenes que actúan con especial vileza. Carroñeros, nobles
extravagantes “amantes” de criaturas ya extintas que gustan de devorar. Acostumbran
a reunirse en pequeños grupos y engullir, como los más primitivos predadores, el
tuétano de las palabras. Sus hambrientas sienes no se satisfacen con ingenuos
juegos combinatorios, sino que van directamente al corazón de la genética. Deshacen
entre risas las espirales de ADN de cuantas lenguas pueden - ¡algunas, serán
criminales, todavía berreantes como recién nacidos! - y las combinan, buscando
en su locura rastros de un pasado del que se quieren apropiar, un pasado que
no ha de volver.
Así son los philologi, los amantes de la razón y la palabra, los carniceros cirujanos
del pensamiento. Así son. Cuídate, inocente explorador, de quien te ame como un
philologo a sus palabras.
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