Diez mil. Diez mil páginas concienzudamente mecanografiadas descansaban
al fin junto a la máquina de escribir. Está bien, quizás no fueran diez mil,
pero eran muchas, que venía a ser lo mismo. A cualquiera que mirara ese inédito
montón le parecería lo mismo - acompañando, claro, una lánguida mirada con un
resoplido de desgana.
Sí, era “la mejor novela que escribiría nunca”. Sí, la crítica la
ensalzaría como “la novela del año” (otra más). Hordas de fieles iniciarían su
peregrinación a la librería más cercana, entregarían el recorte de periódico
manoseado, observarían con estupefacción y temor el dichoso tomo – “pero… ¿tan
gordo es?” – y lo volverían a dejar disimuladamente (como quien apoya el
periódico y lo abandona descuidadamente) en cualquier lugar que tuvieran más a
mano, quedando los centros de distribución de riqueza literaria como un campo
de minas donde nunca sabes dónde puede aparecer uno de los ejemplares malditos.
No, nadie la compraría. O peor, la comprarían pero no la leerían - mucho dudaba
de que ni siquiera quien había de causar tales catástrofes la leyera. Las
librerías de segunda mano quedarían inundadas por ejemplares que sólo habrían
conocido el calor humano en los breves segundos en que una mano los colocara en
un mostrador. Los más afortunados recibirían una segunda caricia cuando alguien
los sacara de una bolsa para colocarlos en una estantería destinada a ser su
residencia permanente.
No podía publicar aquel cadáver, el fantasma de los best sellers pasados se aparecería para
recordarle para qué se había metido en aquel mundo extraño y ajeno. Vería a la
personita que pensaba “de mayor, nadaré en billetes... ya lo veréis”; reviviría
los talleres de escritura, los cuadernos y libretas llenos de apuntes y
estrategias. Volverían los ejércitos de cazafirmas
sin piedad, las presentaciones donde nadie se atrevía a dejar asomar media
arruga a la nariz: el dinero convierte en “literatura” a cualquier criatura
capaz de aporrear un teclado. No, dejaría la publicación de aquella obra a
elección de su editora o de sus herederos (si llegaba a tenerlos algún día),
cuando fuera “póstuma”, cuando no pudiera ver en qué se convertía.
Pero estaba en un aprieto. Había prometido que tendría algo nuevo listo
“sin falta” para las Navidades – ¡dichosas fiestas! – y, además, necesitaba ese
dinero… y necesitaba no caer en el olvido. La memoria es frágil, si esperaba
más volvería al anonimato que con tanto empeño había dejado atrás.
Una gota de sudor se deslizaba, lenta pero con determinación, por su
espalda. Los 35 grados estivales aumentaban por momentos. Volvió a oír el
ventilador, su fiel compañero en los veranos más duros. Llevaba tantos días a
pleno rendimiento que a veces se olvidaba de él, su ruido se perdía en los recovecos
del inconsciente. Extendió la mano para pedirle un esfuerzo más, girar la
rueda, hacerle mostrar su poderío, su fuerza creadora de ventiscas.
Con mucho esfuerzo, la máquina se concentró en obedecer. Un ruido
apagado advertía de alguna nueva dolencia, un nuevo achaque. Entonces, como una
señal, un milagro de salvación, el ente mecánico se reveló como el mejor de los
amigos, casi un mesías. Enredada en la rejilla, una hoja luchaba contra el
fatal destino de la muerte que estaban a punto de darle las cuatro aspas, las
cuatro guillotinas que giraban. Al salvarla de la muerte, se dio cuenta de que
no era el papel inmaculado que le había parecido; unas tímidas líneas esbozadas
a lápiz asomaban en la parte superior. No había ninguna fecha anotada, pero
reconocía en aquellas palabras sus primeros pasos. La historia, exiliada en su
juventud, volvía al hogar. La había desechado porque no cumplía sus requisitos
del momento, porque no encajaba con ninguna de las estrategias anotadas en sus
infinitos cuadernos. Sin embargo ahora, envejecida, podría ser precisamente lo
que necesitaba: simple y “bonita”. Un par de cambios en la idea original y
se escribiría sola. Sería tal cual la esperarían, sin sorpresas, un nuevo éxito
del que se olvidarían al cabo de unas semanas, nada digno de mención en ninguna
columna cultural.
Discreta y productiva: su editora estaría satisfecha.
Apartó las hojas de pesadilla y las sustituyó por aquel amarillento
recuerdo que nadie, nunca, jamás, recordaría.
Tema propuesto por Charo: Detrás de un
viejo y ruidoso ventilador siempre hay una tórrida historia que quiere ser
escrita.
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