miércoles, 11 de octubre de 2017

De ires y venires

Italia es esa tierra, no patria sino propia, a la que nunca se “va”, siempre se “vuelve”. El viaje a Italia es siempre un reencuentro con esa parte irracional, escondida, desconocida, de nuestro romántico cerebro occidental. Volver a tierras italianas es siempre volver a la Madre que está, como están las madres, cada vez mayor, cada vez con encantos diferentes.
Italia es ese país por el que pasa el tiempo, al que resiste con uñas y dientes, estancado en un bello pasado que ya no existe. El ladrillo agujereado llena sus calles, y hasta sus iglesias se muestran ahora desnudas. Ningún mármol ha sobrevivido, el grandioso blanco ha sido sustituido por el marrón del pueblo. Los palazzi, antes llenos de vida, están ahora repletos de vacío y eco. A lo sumo, si te sumerges lo suficiente en este país de los sueños olvidados, verás a una triste funcionaria ocupando el espacio que sin duda antes estaba reservado a lujosos muebles y no menos opulentos huéspedes.
Y no es en vano, pues esta funcionaria es capaz de obrar los más maravillosos milagros no reconocidos por el Vaticano. Si América es la tierra de las oportunidades, Italia lo es de las soluciones. Todo tiene solución, porque siempre hay tiempo para todo. Es, eso sí, una solución lenta, costosa, nunca aquella que imaginaste, ni siquiera la que imaginaba el ser apostado al otro lado del ordenador. “Piano piano si va lontano” es el lema patrio, acortado en forma de mantra por las pobres víctimas que deambulan en oficinas y secretarías, perdidas, asustadas, de mirada desquiciada, con un sentimiento de incertidumbre que no pueden calmar más que respirando y repitiéndose: piano piano… piano piano… piano piano…
Los conocimientos lingüísticos se transforman en consonancia con el entorno: “ecco!” suena a “¡milagro!”, y “a posto!” quiere decir que debes ir inmediatamente a encender una vela a la parroquia más cercana. “Vuoi un caffè?” es la muestra inmediata más cálida de aceptación, permanente o temporal, en contraposición a “scusa!” que deviene una orden, acompañada siempre de un gesto de desdén que puede sumergir a la desprevenida extranjera en el subsuelo de la dignidad. Toparse con el sistema burocrático italiano es una terapia de desarrollo del arte de la paciencia mayor que pasar diez años en un templo budista (a día de hoy, sigo convencida de que al propio Dalai Lama se le borraría la sonrisa si pasara tan solo media hora solicitando un permiso).
Pero Italia no es solo su malvada burocracia, escondida en sus guaridas reverberantes. Italia son sus gentes (las humanas, fuera de cualquier administración oficial), siempre – o casi – prestas a darte conversación, a guiarte, a acogerte, a hacer gala de esa hospitalidad tan reclamada para los países del sur de Europa. Malo es si no se te abren las puertas de una cocina: o has dado con una mala persona, o la mala persona eres tú.
Porque el corazón de Italia reside no en los grandiosos palacios, sino en sus cocinas. Es una tierra hecha de olores, de texturas, y sobre todo de sabores. Todo es sabroso, todo evoca a todos los campos y mares. Entrar a una cocina italiana es saber (como se sabe en la cocina de cualquier abuela, como se sabe en la cocina de la casa de tu infancia) que no importa si tienes los mismos ingredientes: nunca, jamás, en ningún universo conocido, conseguirás recuperar ese sabor.

Porque Italia son los sabores, y el recuerdo de los sabores. También es el recuerdo de sus calles. Porque probarlos y pasearlas es un deleite, una experiencia fuera de lo común. Pero recordarlos… ¡recordarlos es una experiencia cercana a la apoteosis! Y es entonces, en ese recordar, cuando te das cuenta de que no estabas “fuera de casa”: te “fuiste” de Italia, y allí es donde has de “volver”.

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