Italia es esa tierra, no patria sino propia, a la que nunca se “va”,
siempre se “vuelve”. El viaje a Italia es siempre un reencuentro con esa parte
irracional, escondida, desconocida, de nuestro romántico cerebro occidental.
Volver a tierras italianas es siempre volver a la Madre que está, como están
las madres, cada vez mayor, cada vez con encantos diferentes.
Italia es ese país por el que pasa el tiempo, al que resiste con uñas y
dientes, estancado en un bello pasado que ya no existe. El ladrillo agujereado
llena sus calles, y hasta sus iglesias se muestran ahora desnudas. Ningún
mármol ha sobrevivido, el grandioso blanco ha sido sustituido por el marrón del
pueblo. Los palazzi, antes llenos de
vida, están ahora repletos de vacío y eco. A lo sumo, si te sumerges lo
suficiente en este país de los sueños olvidados, verás a una triste funcionaria
ocupando el espacio que sin duda antes estaba reservado a lujosos muebles y no
menos opulentos huéspedes.
Y no es en vano, pues esta funcionaria es capaz de obrar los más
maravillosos milagros no reconocidos por el Vaticano. Si América es la tierra
de las oportunidades, Italia lo es de las soluciones. Todo tiene solución,
porque siempre hay tiempo para todo. Es, eso sí, una solución lenta, costosa, nunca
aquella que imaginaste, ni siquiera la que imaginaba el ser apostado al otro
lado del ordenador. “Piano piano si va lontano” es el lema patrio, acortado en
forma de mantra por las pobres víctimas que deambulan en oficinas y secretarías,
perdidas, asustadas, de mirada desquiciada, con un sentimiento de incertidumbre
que no pueden calmar más que respirando y repitiéndose: piano piano… piano piano… piano piano…
Los conocimientos lingüísticos se transforman en consonancia con el
entorno: “ecco!” suena a “¡milagro!”, y “a posto!” quiere decir que debes ir
inmediatamente a encender una vela a la parroquia más cercana. “Vuoi un caffè?”
es la muestra inmediata más cálida de aceptación, permanente o temporal, en
contraposición a “scusa!” que deviene una orden, acompañada siempre de un gesto
de desdén que puede sumergir a la desprevenida extranjera en el subsuelo de la
dignidad. Toparse con el sistema burocrático italiano es una terapia de
desarrollo del arte de la paciencia mayor que pasar diez años en un templo
budista (a día de hoy, sigo convencida de que al propio Dalai Lama se le
borraría la sonrisa si pasara tan solo media hora solicitando un permiso).
Pero Italia no es solo su malvada burocracia, escondida en sus guaridas
reverberantes. Italia son sus gentes (las humanas, fuera de cualquier
administración oficial), siempre – o casi – prestas a darte conversación, a
guiarte, a acogerte, a hacer gala de esa hospitalidad tan reclamada para los
países del sur de Europa. Malo es si no se te abren las puertas de una cocina:
o has dado con una mala persona, o la mala persona eres tú.
Porque el corazón de Italia reside no en los grandiosos palacios, sino
en sus cocinas. Es una tierra hecha de olores, de texturas, y sobre todo de
sabores. Todo es sabroso, todo evoca a todos los campos y mares. Entrar a una
cocina italiana es saber (como se sabe en la cocina de cualquier abuela, como
se sabe en la cocina de la casa de tu infancia) que no importa si tienes los
mismos ingredientes: nunca, jamás, en ningún universo conocido, conseguirás recuperar
ese sabor.
Porque Italia son los sabores, y el recuerdo de los sabores. También es
el recuerdo de sus calles. Porque probarlos y pasearlas es un deleite, una
experiencia fuera de lo común. Pero recordarlos… ¡recordarlos es una
experiencia cercana a la apoteosis! Y es entonces, en ese recordar, cuando te
das cuenta de que no estabas “fuera de casa”: te “fuiste” de Italia, y allí es
donde has de “volver”.
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