Observé cómo te escurrías entre las
sábanas y traspasabas el umbral en una tambaleante dignidad. Ahí, entre el
tam-tam de tus pasos, ahí fue cuando apareció esa molesta sensación. ¿Cuál? No
sabría decir. Algo, una nube, una calima asfixiante que velaba mi lógica;
pensamiento y palabras se descomponían con la rapidez e intensidad de un
acelerador de partículas.
Algo de obsceno hay en romper los
silencios que no lo son, en imponer torpes discursos sobre pies arrastrados, en
sacrificar el murmullo por vanidad. Mi voz, en cualquier caso, aún no
funcionaba. Los obstáculos con los que tropezabas irrumpían en forma de onda en
mi trocito de realidad. La niebla continuaba, los puntos cardinales cambiaban a
cada momento, mi orientación - que nunca pasó de los mínimos de supervivencia -
quedaba reducida a un “yo” y lo demás, el “no yo”. Una fuerza obstinada, un
Mercurio travieso, jugaba con mi ya dudosa integridad.
La obnubilación con que yo asistía a
esta escena - esta self-scene de
dormitorio - hizo desprenderse la última caricia que resistía en mi piel, llena
de curvas y recuerdos en los que campaba toda mi inseguridad. El pequeño
obsequio con que habías acudido - “se me ha ocurrido...” -, reposaba apagado en
la mesilla, inmune a aquella densa tranquilidad. La obstrucción de la pisque dio paso a una
idea, un recurso, una cura que me devolvería la claridad. Y entonces, cuando
encendí la pequeña vela pude, al fin, ver la inmensa obscuridad que me rodeaba.
Tema propuesto por Javier: cuando encendí la pequeña vela pude, al fin, ver la inmensa obscuridad que me rodeaba.
Me encanta sara!
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