La guerra, la muerte, el vacío, la incertidumbre... se nos educa en la tristeza y la
tragedia. Empatizamos ante lo tremendo, nos impregna esperando una cerillita
que lo haga explotar. Nos advierten: “cuidado, la historia que estás a punto de
conocer es dura”, y allá que nos lanzamos, impacientes por explorar el fondo de
nuevos pozos. Incluso el humor lo basamos en lo trágico, lo irónico, lo sádico.
Nos emocionamos ante el dolor ajeno y lo hacemos nuestro, lo sufrimos o lo
ridiculizamos; si no somos capaces de realizar ninguna de estas acciones, sencillamente lo ignoramos. Sabemos actuar, estamos preparados, nada podrá con
nosotros, los aventajados norteños al oeste de los Urales.
La
felicidad, por algún motivo, es más difícil de reconocer y transmitir... mucho
más compleja de afrontar. Suele presentarse de forma inesperada, por la
espalda, a traición y sin avisar.
Un
alma perdida - ¿y cuál no lo es? - puede encontrarse en su regreso a Ítaca con
muchas batallas, muchas Calipsos, muchos “lugares de la felicidad”. Hay islas, lugares, manjares, personas,
cuya magia penetra e invade todos los sentidos, se extiende una ola de calidez
desbordada que ata los nervios, que no nos deja ir, rompe el casco de leño y nos impide el regreso.
Estamos
perdidos: abandonamos la nave y partimos en el naufragio de la dicha. Nada fue ni
será. El loto convierte los pliegues de Cronos en un continuo presente, una
balsa que se mueve sin avanzar.
Muy hábil ha de ser la mano al timón para virar en el momento exacto, para no plantar batalla, para permitirse una sonrisa grande, sincera e irrefrenable, aprovechar los vientos cálidos y seguir navegando. Muy hábil ha de ser para adueñarse de la llama sin quemarse, guardarla en el cofre junto a la brújula, y sacar la lucerna en los oscuros recovecos del regreso...
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