domingo, 11 de noviembre de 2018

Dimensión paralela 517


“Listo”, pensó mientras colocaba el tarrito (“alabastrón,” dijo para sus adentros, “es un alabastrón, no un tarrito”) y cerraba, por fin, la caja. Se levantó. Junto a la urna quedaba el hueco justo para apoyar el ajuar recién completado. En tres días celebrarían el entierro, el gran pequeño final que su madre, siempre medio en serio medio en broma, había descrito tantas veces.

Su madre… cayó la primera lágrima que lograba atravesar la barrera invisible de sus cuencas oculares. La secó inmediatamente, no se permitían intrusas más allá de la frontera. El tanatorio había resultado una experiencia fría, irreal, casi onírica. Siempre acompañada, pero siempre sola, no sabía si alegrarse o entristecerse por el denso vacío que reinaba en aquella sala. Ni siquiera ella había sido capaz de despedirse de aquella señora desconocida que habían metido en un ataúd demasiado grande para su cuerpecito. “Está limpia” era todo lo que había acertado a decir a su mejor amiga mientras la miraba con cara de circunstancias… “blanquísima”.

De todos los recuerdos que conservaba y atesoraba con su madre, el blanco no era, de ninguna manera, un color que la distinguiera especialmente. Cuando era pequeña se la llevaba con ella y “la tropa” a los campos, aquellos terrenos blandos e infinitos. Aprendió con ella a hablar con la tierra, escucharla, acariciarla y sentirla; aprendió a viajar con sus ojos y sus manos por las sendas del devenir humano.

Ni siquiera en los meses de invierno, cuando iba a recogerla después de las clases o cuando comenzó su apacible trabajo en la Biblioteca Municipal, rendida ante la imposibilidad de compaginar la investigación con las necesidades básicas (y, sobre todo, las necesidades de ella, su hija), ni siquiera entonces llevó nunca las manos del todo limpias. Sus uñas siempre delataron sus contactos clandestinos con “la tropa” en el laboratorio de la universidad. Eso, cuando no aparecía con un aspecto digno de un soldado americano en Vietnam.

Y no solo del laboratorio: se paraba en la calle, en los parques, se llenaba los bolsillos de cristales y piedras “preciosas” (preciosas para ella, no estaba demasiado segura de que también para el resto del mundo), que más de una vez se deslizaban fuera de sus pantalones, como si fueran migajas que le indicaban el camino a la vida que tanto añoraba. “Tanto estudio…” aún oía a su abuela, en tono de tierno reproche, con el olor del café frotando en aquella cocina teñida del color de los años, “tanto estudio para acabar entre libros. Desde luego que rica no vas a ser nunca, hija mía.” Veía entonces en los ojos de su madre, del mismo color de los campos que amaba, todos los relámpagos del Olimpo, un chispazo que sólo podría dejar indiferente a su abuela. Pero no duraba mucho, enseguida arrugaba su rostro con una sonrisa, hacía aparecer un hoyuelo, se encogía de hombros y respondía: “Bueno, pero me regalan libros”.

Decenas de veces vio esta escena, decenas de veces exclamó la abuela: “¡Ay, hija, qué maldición también con los libros! ¡Si no tienes dónde meterlos! ¿Llegastes (porque a la abuela se le escapaba aquella ese que ella había heredado a pesar de los esfuerzos de su madre) a deshacerte de esas cajas que tenías, que decías que ibas a donar a alguna parte?” “Claro, mamá, se las llevé a una ONG” mintió todas y cada una de las veces. La realidad era que había cambiado las estanterías por unas de esas con doble fila corredera, el paraíso y la perdición para alguien como ella, alguien con dificultades para exiliar incluso los libros que nunca más volvería a leer, como si con ello renunciara a una parte de sí misma, como si entregara una parte de su alma. Porque su madre era así: leía, se construía y deconstruía con cada página, aprendía y asimilaba, y guardaba con pasión enfermiza aquellos ladrillos que conformaban su muro frente a una realidad que no era siempre amable. A veces los prestaba, una forma velada de regalarlo: “libro prestado, libro regalado. Si no quieres perder un libro, o una amistad, regala un ejemplar nuevo, pero no lo prestes” solía decirle. Al final había acabado por comprender que en realidad era su manera de compartirse, de regalar sus cachitos más luminosos, que daba en custodia a gente de confianza. Le había costado una vida comprender todo esto, entender por qué aquella mujer, silenciosa, parca en gestos y palabras, se empeñaba en hacerle heredar sus viejos cuentos, en comprarle otros nuevos, en inundarle la habitación y la vida de pesados volúmenes. Le había costado comprender por qué se empeñaba en intentar imitarlos, en escribir y, sobre todo, por qué a pesar de todo esto no había intentado completar una novela. “Me desangraría” le había dicho en una ocasión. No había más que hablar. Quizás no se sintiera capaz, quizás le doliera demasiado, quizás, sencillamente, escribía como se dibuja, como se saca una fotografía, como se extirpa un tumor emocional, una operación que debía ser veloz y rápidamente suturada. En los últimos tiempos había destruido sus cuadernos, borrado todos los archivos del ordenador. Su madre había borrado toda huella de sus sangrías literarias, las historias del pasado hablarían por ella.

Volvió a mirar la urna. “A mí quemadme,” solía decir. “Los arqueólogos son unos depravados, unos sádicos sin escrúpulos… ¡vete tú a saber qué harán con mis huesos! Ni en broma acabaré tras una vitrina. O peor… ¡en un almacén! No, a mí me quemáis y me hacéis un bonito ajuar, con un poco de todo, que se jodan en el año 3000 cuando lo saquen”. Y se reía, pensando en la cantidad de chorradas sobre la ritualidad que escribiría algún pobre espíritu descarriado de los caminos del Mercado. Así sería. Quienes quedaban aún de “la tropa” habían ayudado: figuras de acción, vasitos en cerámica, bisutería, sus amuletos (en el saquito que había descolgado de la entrada y que había dejado la pálida huella de su ausencia)… y cristales de cuarzo. Cristales como los que acumulaba en los bolsillos, como los que le daba (“ten, traen buena suerte, llena siempre tus bolsillos con cuarzo, te ayudará a encontrar lo que estás buscando”), como los que no llevaba aquel día en que no encontró las fuerzas para respirar, en que su corazón se paró delante de aquel escritorio.

Había muerto en azul, desangrada en sus últimas palabras, con su alma goteando desde el plumín roto de la estilográfica. 

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