“Listo”, pensó mientras colocaba el
tarrito (“alabastrón,” dijo para sus adentros, “es un alabastrón, no un tarrito”) y cerraba, por fin, la caja.
Se levantó. Junto a la urna quedaba el hueco justo para apoyar el ajuar recién completado.
En tres días celebrarían el entierro, el gran pequeño final que su madre,
siempre medio en serio medio en broma, había descrito tantas veces.
Su madre… cayó la primera lágrima que
lograba atravesar la barrera invisible de sus cuencas oculares. La secó
inmediatamente, no se permitían intrusas más allá de la frontera. El tanatorio
había resultado una experiencia fría, irreal, casi onírica. Siempre acompañada,
pero siempre sola, no sabía si alegrarse o entristecerse por el denso vacío que
reinaba en aquella sala. Ni siquiera ella había sido capaz de despedirse de
aquella señora desconocida que habían metido en un ataúd demasiado grande para
su cuerpecito. “Está limpia” era todo lo que había acertado a decir a su mejor
amiga mientras la miraba con cara de circunstancias… “blanquísima”.
De todos los recuerdos que conservaba y
atesoraba con su madre, el blanco no era, de ninguna manera, un color que la
distinguiera especialmente. Cuando era pequeña se la llevaba con ella y “la
tropa” a los campos, aquellos terrenos blandos e infinitos. Aprendió con ella a
hablar con la tierra, escucharla, acariciarla y sentirla; aprendió a viajar con
sus ojos y sus manos por las sendas del devenir humano.
Ni siquiera en los meses de invierno,
cuando iba a recogerla después de las clases o cuando comenzó su apacible
trabajo en la Biblioteca Municipal, rendida ante la imposibilidad de compaginar
la investigación con las necesidades básicas (y, sobre todo, las necesidades de
ella, su hija), ni siquiera entonces llevó nunca las manos del todo limpias. Sus
uñas siempre delataron sus contactos clandestinos con “la tropa” en el
laboratorio de la universidad. Eso, cuando no aparecía con un aspecto digno de
un soldado americano en Vietnam.
Y no solo del laboratorio: se paraba en
la calle, en los parques, se llenaba los bolsillos de cristales y piedras
“preciosas” (preciosas para ella, no estaba demasiado segura de que también
para el resto del mundo), que más de una vez se deslizaban fuera de sus
pantalones, como si fueran migajas que le indicaban el camino a la vida que
tanto añoraba. “Tanto estudio…” aún oía a su abuela, en tono de tierno
reproche, con el olor del café frotando en aquella cocina teñida del color de
los años, “tanto estudio para acabar entre libros. Desde luego que rica no vas
a ser nunca, hija mía.” Veía entonces en los ojos de su madre, del mismo color
de los campos que amaba, todos los relámpagos del Olimpo, un chispazo que sólo
podría dejar indiferente a su abuela. Pero no duraba mucho, enseguida arrugaba
su rostro con una sonrisa, hacía aparecer un hoyuelo, se encogía de hombros y
respondía: “Bueno, pero me regalan libros”.
Decenas de veces vio esta escena,
decenas de veces exclamó la abuela: “¡Ay, hija, qué maldición también con los
libros! ¡Si no tienes dónde meterlos! ¿Llegastes
(porque a la abuela se le escapaba aquella ese que ella había heredado a pesar
de los esfuerzos de su madre) a deshacerte de esas cajas que tenías, que decías
que ibas a donar a alguna parte?” “Claro, mamá, se las llevé a una ONG” mintió
todas y cada una de las veces. La realidad era que había cambiado las
estanterías por unas de esas con doble fila corredera, el paraíso y la
perdición para alguien como ella, alguien con dificultades para exiliar incluso
los libros que nunca más volvería a leer, como si con ello renunciara a una
parte de sí misma, como si entregara una parte de su alma. Porque su madre era
así: leía, se construía y deconstruía con cada página, aprendía y asimilaba, y
guardaba con pasión enfermiza aquellos ladrillos que conformaban su muro frente
a una realidad que no era siempre amable. A veces los prestaba, una forma
velada de regalarlo: “libro prestado, libro regalado. Si no quieres perder un
libro, o una amistad, regala un ejemplar nuevo, pero no lo prestes” solía
decirle. Al final había acabado por comprender que en realidad era su manera de
compartirse, de regalar sus cachitos más luminosos, que daba en custodia a
gente de confianza. Le había costado una vida comprender todo esto, entender
por qué aquella mujer, silenciosa, parca en gestos y palabras, se empeñaba en
hacerle heredar sus viejos cuentos, en comprarle otros nuevos, en inundarle la
habitación y la vida de pesados volúmenes. Le había costado comprender por qué
se empeñaba en intentar imitarlos, en escribir y, sobre todo, por qué a pesar
de todo esto no había intentado completar una novela. “Me desangraría” le había
dicho en una ocasión. No había más que hablar. Quizás no se sintiera capaz,
quizás le doliera demasiado, quizás, sencillamente, escribía como se dibuja,
como se saca una fotografía, como se extirpa un tumor emocional, una operación
que debía ser veloz y rápidamente suturada. En los últimos tiempos había
destruido sus cuadernos, borrado todos los archivos del ordenador. Su madre
había borrado toda huella de sus sangrías literarias, las historias del pasado
hablarían por ella.
Volvió a mirar la urna. “A mí quemadme,”
solía decir. “Los arqueólogos son unos depravados, unos sádicos sin escrúpulos…
¡vete tú a saber qué harán con mis huesos! Ni en broma acabaré tras una
vitrina. O peor… ¡en un almacén! No, a mí me quemáis y me hacéis un bonito
ajuar, con un poco de todo, que se jodan en el año 3000 cuando lo saquen”. Y se
reía, pensando en la cantidad de chorradas sobre la ritualidad que escribiría algún pobre espíritu descarriado de los
caminos del Mercado. Así sería. Quienes quedaban aún de “la tropa” habían
ayudado: figuras de acción, vasitos en cerámica, bisutería, sus amuletos (en el
saquito que había descolgado de la entrada y que había dejado la pálida huella
de su ausencia)… y cristales de cuarzo. Cristales como los que acumulaba en los
bolsillos, como los que le daba (“ten, traen buena suerte, llena siempre tus
bolsillos con cuarzo, te ayudará a encontrar lo que estás buscando”), como los
que no llevaba aquel día en que no encontró las fuerzas para respirar, en que
su corazón se paró delante de aquel escritorio.
Había muerto en azul, desangrada en sus
últimas palabras, con su alma goteando desde el plumín roto de la
estilográfica.
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