Vivimos,
no es ningún secreto, en el mundo de las dualidades, del blanco y negro, del
siempre y del nunca. Los prejuicios nos rodean, y definimos nuestro entorno,
cercano y lejano, a través de una historia única, nuestra historia. Y no
ideamos de esta forma solo nuestro mundo actual, sino que también la
reconstrucción del pasado está contaminada de la Historia presente;
constreñimos a nuestros antepasados a las mismas cárceles ideológicas y
sociales en las que vivimos, los encerramos en nuestra limitada visión de los
acontecimientos. Construimos de esta forma un único relato, una única versión,
hecha de normas, de presupuestos y axiomas que nos impiden ver otras
realidades, de igual manera que el quinto axioma de Euclides nos impidió ver geometrías
en las que la línea recta no es el camino más corto entre dos puntos.
Y
en este mundo de oposiciones, del yo
contra el otro, es donde debemos
situarnos y tomar conciencia de lo que implica la eliminación sistemática de
todos los grises, los nosotros, las
dimensiones invisibles a los ojos, encerradas todavía en jaulas de ignorancia.
Sólo a través de este ejercicio de autoconocimiento y reconocimiento podremos
comenzar a caminar en pos de una pluralidad de relatos, y asumir que un hecho
no tiene una, ni siquiera dos versiones, sino una infinidad de ellas; debemos,
en fin, abandonar el infantil pensamiento del si no lo veo no existe y la falacia del “nunca”.
Este
“nunca” nos impone una verdad tan invariable como su naturaleza gramatical,
una afirmación alrededor de la cual construimos nuestro pensamiento. Y en esta
visión singular y unidireccional encontramos, como una losa sepulcral bajo la
que enterrar siglos de historia, los malditos “ellas nunca” que acompañan a
casi todos los grandes libros de la disciplina y conforman una especie de
rosario de la archaeologia: ellas
nunca salieron de casa, nunca fueron a la guerra, nunca gobernaron, nunca
trabajaron, nunca estudiaron, nunca fueron independientes,… nunca escribieron.
Si la realidad es caleidoscópica, hemos empañado todos los espejos de nuncas, borrado los reflejos, y hemos
escondido las posibilidades que no se ajustaban al modelo bajo el título de excepción, y la creencia de que “la
excepción confirma la regla”, en lugar de admitir que existe una alternativa no
contemplada. Y es que lo único innegable es que las mujeres – no todas, igual
que no todos los hombres – siempre han sabido leer y escribir. Así lo
demuestran los registros iconográficos y arqueológicos, donde las podemos ver
leyendo rollos, encontramos tablillas entre los ajuares funerarios de niñas,
cartas enviadas entre mujeres romanas en el limes
britannicus, etc. Y es más: en muchas ocasiones era precisamente la mujer
quien se encargaba de las primeras etapas de la formación de la edad infantil,
la historia y los cálculos (no olvidemos que la oikonomía nació como el deber femenino de administrar la propia
casa) comenzaban con la madre. Otro
argumento, que hoy se quedará en el tintero por ser exponencialmente complejo,
es el de la literatura que no deja huella más que en la cultura colectiva: la literatura
oral. Baste recordar que el propio Homero (uno, muchos o ninguno) no “existió”
hasta que alguien puso por escrito los poemas épicos.
Pero
podríamos pensar que la relación entre mujeres y escritura ha sido siempre
banal y esporádica, sin llegar a concretarse en la verdadera creación de obras
filosóficas o literarias más que en algunos casos, que tendemos a dotar de una descripción
del contexto social y familiar, sin un afán histórico o de comprensión de la
obra como haríamos con Platón o Aristófanes, sino con espíritu justificativo.
¿Cómo, en un mundo de hombres, pudo triunfar tal o tal mujer? ¿Quién se lo
permitió? Un hombre escribe porque es producto de su tiempo, una mujer es
producto de su entorno y en segundo lugar de su tiempo. No deseo con estas
palabras que se malinterprete la relevancia (toda) del contexto en que surge
una obra sino, más bien al contrario, recalcar la importancia de buscar los
mismos contextos y no aceptar ninguna obra como surgida de la nada.
Sin
tener que bucear mucho en la bibliografía más básica publicada en las últimas
décadas, nos encontramos un panorama con tantas excepciones que es insostenible continuar denominándolas así. La
pregunta que nos planteamos entonces cambia de forma, acercándose a algo
parecido a: ¿y dónde han estado todo este tiempo? ¿Por qué no se conocen más
obras? ¿Es que su calidad, como afirman algunos, era inferior a la de sus
contemporáneos? ¿Es la literatura producida por mujeres solo apta para mujeres?
¿Es solo el tiempo, y no las personas, quien decide qué merece la pena salvar?
La
elección de la reproducción y difusión y, sobre todo, el impacto de las obras
ha estado, y está, solo en raras ocasiones en manos de quienes las han creado.
En el caso de las escritoras, muchos trabajos han permanecido en una especie de
dimensión paralela, sin llegar a traspasar el umbral de la publicación, y mucho
menos el del reconocimiento. El visado al país de la fama y la literatura
universal se ha cobrado el anonimato y el cambio de identidad. Aún hoy
conocemos casos de mujeres que, sin llegar al extremo del anonimato, se han
ocultado bajo la inocuidad de las siglas.
Los
textos destinados por tanto a ser publicados y recordados han sido escritos por
hombres en un porcentaje mucho mayor que de mujeres. Es muy difícil, hagan la
prueba, encontrar un porcentaje de autoría femenina superior al 30% en
editoriales mixtas, a menos que hablemos de géneros considerados “menores” como
la literatura erótica o romántica, o la literatura infantil y juvenil. Tenemos
en consecuencia un acceso mucho más fácil a los pensamientos y narraciones
masculinas que a las femeninas y, lo que
puede ser todavía más paradójico, y hasta perverso, a pensamientos “femeninos”
inventados por hombres. Y en este mundo de pensamientos versados desde una sola
parte de la realidad, aquellos provenientes de otras perspectivas nos resultan
extraños, desconocidos y “ajenos” (paradójicamente, también para nosotras),
poco dignos de atención. Se da la paradoja de que vivimos como mujeres, pero
leemos como hombres (y escribimos como podemos).
Afortunadamente
(no sería justo no decirlo) el panorama editorial está cambiando, cada vez se
publican más libros escritos por mujeres, y no solo europeas, lo que expande
todavía más nuestro espectro visual. Aun así, si se quemaran todos los libros
del mundo mañana, se desprogramaran los ordenadores y nos quedaran solamente las referencias a las obras y
recomendaciones, quizás algún filólogo o historiador avispado deduciría que,
efectivamente, el papel de la mujer dentro de la Literatura (esa que va con
mayúsculas, la Universal) ha sido siempre ínfimo y excepcional, que tendrá que
ser explicado solo a través de circunstancias especiales, como una especie de
mantra maldito, como un peligroso juego de embriagadora ignorancia.
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