domingo, 25 de noviembre de 2018

“Yo nunca”: ellas nunca


Vivimos, no es ningún secreto, en el mundo de las dualidades, del blanco y negro, del siempre y del nunca. Los prejuicios nos rodean, y definimos nuestro entorno, cercano y lejano, a través de una historia única, nuestra historia. Y no ideamos de esta forma solo nuestro mundo actual, sino que también la reconstrucción del pasado está contaminada de la Historia presente; constreñimos a nuestros antepasados a las mismas cárceles ideológicas y sociales en las que vivimos, los encerramos en nuestra limitada visión de los acontecimientos. Construimos de esta forma un único relato, una única versión, hecha de normas, de presupuestos y axiomas que nos impiden ver otras realidades, de igual manera que el quinto axioma de Euclides nos impidió ver geometrías en las que la línea recta no es el camino más corto entre dos puntos.
Y en este mundo de oposiciones, del yo contra el otro, es donde debemos situarnos y tomar conciencia de lo que implica la eliminación sistemática de todos los grises, los nosotros, las dimensiones invisibles a los ojos, encerradas todavía en jaulas de ignorancia. Sólo a través de este ejercicio de autoconocimiento y reconocimiento podremos comenzar a caminar en pos de una pluralidad de relatos, y asumir que un hecho no tiene una, ni siquiera dos versiones, sino una infinidad de ellas; debemos, en fin, abandonar el infantil pensamiento del si no lo veo no existe y la falacia del “nunca”.
Este “nunca” nos impone una verdad tan invariable como su naturaleza gramatical, una afirmación alrededor de la cual construimos nuestro pensamiento. Y en esta visión singular y unidireccional encontramos, como una losa sepulcral bajo la que enterrar siglos de historia, los malditos “ellas nunca” que acompañan a casi todos los grandes libros de la disciplina y conforman una especie de rosario de la archaeologia: ellas nunca salieron de casa, nunca fueron a la guerra, nunca gobernaron, nunca trabajaron, nunca estudiaron, nunca fueron independientes,… nunca escribieron. Si la realidad es caleidoscópica, hemos empañado todos los espejos de nuncas, borrado los reflejos, y hemos escondido las posibilidades que no se ajustaban al modelo bajo el título de excepción, y la creencia de que “la excepción confirma la regla”, en lugar de admitir que existe una alternativa no contemplada. Y es que lo único innegable es que las mujeres – no todas, igual que no todos los hombres – siempre han sabido leer y escribir. Así lo demuestran los registros iconográficos y arqueológicos, donde las podemos ver leyendo rollos, encontramos tablillas entre los ajuares funerarios de niñas, cartas enviadas entre mujeres romanas en el limes britannicus, etc. Y es más: en muchas ocasiones era precisamente la mujer quien se encargaba de las primeras etapas de la formación de la edad infantil, la historia y los cálculos (no olvidemos que la oikonomía nació como el deber femenino de administrar la propia casa) comenzaban con la madre.  Otro argumento, que hoy se quedará en el tintero por ser exponencialmente complejo, es el de la literatura que no deja huella más que en la cultura colectiva: la literatura oral. Baste recordar que el propio Homero (uno, muchos o ninguno) no “existió” hasta que alguien puso por escrito los poemas épicos.
Pero podríamos pensar que la relación entre mujeres y escritura ha sido siempre banal y esporádica, sin llegar a concretarse en la verdadera creación de obras filosóficas o literarias más que en algunos casos, que tendemos a dotar de una descripción del contexto social y familiar, sin un afán histórico o de comprensión de la obra como haríamos con Platón o Aristófanes, sino con espíritu justificativo. ¿Cómo, en un mundo de hombres, pudo triunfar tal o tal mujer? ¿Quién se lo permitió? Un hombre escribe porque es producto de su tiempo, una mujer es producto de su entorno y en segundo lugar de su tiempo. No deseo con estas palabras que se malinterprete la relevancia (toda) del contexto en que surge una obra sino, más bien al contrario, recalcar la importancia de buscar los mismos contextos y no aceptar ninguna obra como surgida de la nada.
Sin tener que bucear mucho en la bibliografía más básica publicada en las últimas décadas, nos encontramos un panorama con tantas excepciones que es insostenible continuar denominándolas así. La pregunta que nos planteamos entonces cambia de forma, acercándose a algo parecido a: ¿y dónde han estado todo este tiempo? ¿Por qué no se conocen más obras? ¿Es que su calidad, como afirman algunos, era inferior a la de sus contemporáneos? ¿Es la literatura producida por mujeres solo apta para mujeres? ¿Es solo el tiempo, y no las personas, quien decide qué merece la pena salvar?
La elección de la reproducción y difusión y, sobre todo, el impacto de las obras ha estado, y está, solo en raras ocasiones en manos de quienes las han creado. En el caso de las escritoras, muchos trabajos han permanecido en una especie de dimensión paralela, sin llegar a traspasar el umbral de la publicación, y mucho menos el del reconocimiento. El visado al país de la fama y la literatura universal se ha cobrado el anonimato y el cambio de identidad. Aún hoy conocemos casos de mujeres que, sin llegar al extremo del anonimato, se han ocultado bajo la inocuidad de las siglas.
Los textos destinados por tanto a ser publicados y recordados han sido escritos por hombres en un porcentaje mucho mayor que de mujeres. Es muy difícil, hagan la prueba, encontrar un porcentaje de autoría femenina superior al 30% en editoriales mixtas, a menos que hablemos de géneros considerados “menores” como la literatura erótica o romántica, o la literatura infantil y juvenil. Tenemos en consecuencia un acceso mucho más fácil a los pensamientos y narraciones masculinas que  a las femeninas y, lo que puede ser todavía más paradójico, y hasta perverso, a pensamientos “femeninos” inventados por hombres. Y en este mundo de pensamientos versados desde una sola parte de la realidad, aquellos provenientes de otras perspectivas nos resultan extraños, desconocidos y “ajenos” (paradójicamente, también para nosotras), poco dignos de atención. Se da la paradoja de que vivimos como mujeres, pero leemos como hombres (y escribimos como podemos).
Afortunadamente (no sería justo no decirlo) el panorama editorial está cambiando, cada vez se publican más libros escritos por mujeres, y no solo europeas, lo que expande todavía más nuestro espectro visual. Aun así, si se quemaran todos los libros del mundo mañana, se desprogramaran los ordenadores y nos quedaran solamente las referencias a las obras y recomendaciones, quizás algún filólogo o historiador avispado deduciría que, efectivamente, el papel de la mujer dentro de la Literatura (esa que va con mayúsculas, la Universal) ha sido siempre ínfimo y excepcional, que tendrá que ser explicado solo a través de circunstancias especiales, como una especie de mantra maldito, como un peligroso juego de embriagadora ignorancia.

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