Es la segunda
vez que lo oigo, entre todos los análisis por las elecciones andaluzas, entre todos los "crisis", "normalización del discurso de derechas", del "descontento" y la "dinámica global. Todavía no sé quién se lo ha inventado pero sé que no lo
quiero volver a oír. Nunca. Bajo ningún concepto. Es perverso y, lo que es peor, es mentira.
Resulta que mi generación, los millennials (y en verdad os digo que nunca creí que me fuera a
incluir de forma voluntaria bajo esta denominación), ya no somos solo una
generación de flipaos, malcriados,
vagos e ingenuos. Ya no somos esa generación que creía que los sueños se hacen
realidad (cuando igual lo que creemos es que tenemos que “luchar mucho” para
alcanzarlos, tomar diferentes caminos o cambiarlos a tiempo), que ya no buscaba
una plaza de funcionario y fundar una familia para sentir que habían cumplido
con el sentido de su vida. Ni siquiera somos esos pobrecillos que andaban
perdidos, deambulando sin rumbo en los callejones de la existencia, porque no
hemos construido un relato como el de la transición. No, ya no somos nada de
eso. Ahora, por lo que parece, “no tenemos historia” y así, claro, o pasamos de todo o votamos al
primero que nos promete caramelos, ya sea la encarnación del comunismo más
amable o el facha mayor del reino (porque, por otra parte, los únicos votos que
deciden unas elecciones son los de la juventud).
Y escribiría
unas líneas más poéticas, o más alarmistas sobre lo ocurrido en Andalucía pero,
una vez más, quizás convenga detenernos también en estos pequeños detalles.
Porque la historia, queridas personas mayores, sabias, vividas y con experiencia, está hecha de pequeños detalles,
de procesos, del fluir del tiempo. Aquello que llamáis Historia es la Odisea,
es el Cantar del Cid, es Pearl Harbour, el "no pasarán" y es la Transición. Es, como decíais, un
relato. Confundís, confundimos, porque así nos han educado, porque así nos lo
han enseñado, la historia con la épica, los procesos con sus culminaciones, la
versión con los hechos, y fama con heroicidad.
Tenemos historia,
claro que la tenemos. Toda ella, por cierto, la compartimos con vosotros, que
lleváis a las espaldas la historia que compartisteis con vuestros padres, que
bien os podrían haber dicho que no teníais historia porque no habíais vivido
una república, o una guerra, o una posguerra, o los años más duros (¿los hubo
blandos?) del franquismo. La generación millennial
tiene historia y hace historia. Una historia más global, si queréis, o más
difuminada, más perdida entre las sombras de la sobreinformación, que oculta los avances en feminismo, el debate sobre migración o los movimientos para decidir sobre cómo queremos que sea el país al que nos ha caído en suerte pertenecer. Somos la
generación con la historia heredera de la que consideráis vuestra, como si se
pudiera poseer, como si cada generación hiciera una gran cosa y ahí se parara
su reloj, todo hecho, se chapa, “cerrado por historicidad”.
Una historia
heredada, por cierto, llena de invasiones (bárbaras, árabes o de inmigración),
de grandes hombres, llena de gobernantes que imponían la paz. Una historia
llena de racismo, machismo, xenofobia y todos los –ismos y fobias habidos y por
haber, que se sigue aprendiendo así de memoria, y luego nos preguntamos que por
qué tenemos esta sociedad que vota contra el diferente, contra la división a
ultranza, que se caga en la muda recién lavada de la ideología ante cualquier
aparente perturbación en la fuerza (o de las fuerzas).
Tenemos
historia, se siente, es nuestra madre, como lo es vuestra, no existe la orfandad histórica. El problema no es la
historia, o quizás sí. El problema es creer que tenga que haber una historia chapada a la
antigua, la de los antiguos héroes, la de las grandes revoluciones. Y quizás lo
peor es que nos hemos olvidado de cómo acabamos cuando cierto señor bajito y
con voz de pito decidió que iba a hacer historia, que iba a pasar a la
historia, que nos iba a regalar su
propia versión de la historia, porque nos estábamos perdiendo la Historia.
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