domingo, 6 de diciembre de 2020

5. Diversidad dimensional

 

Si bien los autómatas que se mezclan con los moradores de la superficie son objeto de grandes tratados, no menos lo son los humanos, las termitas, los insectos devoradores de planetas. Precisamente dos hembras humanas se dedican al cortejo mutuo entre los oscuros recovecos del portal. Entre susurros y cautos silencios llenan con su gloriosa presencia el paso entre mundos que es una puerta. De un lado, las viviendas, la luz, la vida. Del otro, el cielo abierto, la oscuridad, la noche, la muerte.

Hay que reconocer el valor de estas mujeres, que desafían a golpe de beso y caricia las miradas de ambos mundos, matan con miradas enamoradas la artificiosidad de la luz y la terrible naturalidad de la muerte. Los labios de una y otra se funden en un “nosotras” (“vosotras”, “ellas”) eterno. Pero esa eternidad dura apenas un instante para los transeúntes, ajenos a esa alteración dimensional. Vuelven a cerrar los ojos, y el tiempo se ralentiza, el espacio desaparece, el mundo se convierte en sombras, alumbradas sólo por los fuegos encerrados en sus pechos.

Pero - ¡oh, tragedia! - deben separarse. Todas las posibilidades cuánticas se aúnan para establecer el final de ese momento íntimo y trasgresor. Ambas, amantes y amadas, se miran desconcertadas. Dudan de lo que acaba de pasar, la materia ha recuperado su densa consistencia, el mundo a su alrededor sigue igual, sólo para ellas ha pasado el tiempo, han vivido el nacimiento explosivo del universo y su muerte por Big Rip.

Nada que hacer... o sí. Vuelven a mirarse y entonces ocurre, establecen la mutua certeza y conciencia de su poder creador. Y vuelven a besarse una vez, y otra, y aún otra más. Han encontrado su salida, su propia parcela temporal. No hay materia entre ellas, ni vacío; no existe nada más.

Mañana recogerán sus cuerpos y el forense firmará: “causa de la muerte: un instantáneo beso eterno”.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

4. Música para androides: Track 7

    ¿En cuántos pedazos puede romperse un corazón? ¿Cuántas piezas lo componen? ¿Cuántas necesita realmente para seguir funcionando?

    Un corazón hecho de remiendos, de engranajes perdidos y encontrados, tantas veces separados y recompuestos. El androide mira su carcasa abierta, una tuerca a punto de caer, una válvula a punto de explotar. Acerca la mano, podría acabar con el peligro con un sencillo gesto, extirpar la amenaza, sustituir la pieza. Pero un mal (o demasiado buen) programador ha omitido la línea de código destinada a impedir la destrucción de la máquina. La válvula humea en su lucha contra sus hados; la tuerca resiste, protegiendo el ecosistema que la acoge.

    Mientras la cuenta atrás hacia su propia destrucción se acelera, el procesador emplea cada pequeño bit de memoria en valorar los riesgos de la operación. Nadie sabe si, con la válvula extirpada, el corazón seguirá siendo suficiente. Nadie sabe si, conservándola, la explosión causará más daños que los que sufra el propio autómata.

    Planos y planos del mecanismo, extraídos mediante autoexploración, ocupan sus capacidades. Planos y planos en busca de una solución. ¿En cuántos pedazos puede romperse un corazón? ¿Cuántas piezas puede arrancar sin riesgo? ¿Cuántas puede sustituir? ¿Cuánto quedará del corazón original...?

miércoles, 3 de junio de 2020

3. Los autómatas ercianos


Ha llegado a la última estación, pregonada por una voz metálica medio minuto antes. El propulsor subterráneo la lleva de nuevo hasta la superficie, tan diferente a la de la capital que ha abandonado. Allí los transbordadores se deslizan sobre las blancas líneas dibujadas en el suelo. Cada uno con su línea, siempre el mismo camino, siempre diferente al de los demás. Los moradores de la superficie se abandonan a este movimiento errático, que deberá conducirles hasta su destino.
Entre estos moradores se encuentran, ocultos y camuflados, autómatas. No es fácil distinguirlos de los humanos “puros”, pero prestando un poco de atención se puede identificar a estos seres infiltrados, y la joven conoce las señales.
En realidad, hacen todo lo que hace una persona normal. Inician su jornada con la salida de la Estrella  0 (el Sol en la antigua nomenclatura erciana*), y acuden a las empresas para realizar trabajos relacionados en su mayoría con la economía en todas sus escalas. Algunos científicos intentaron programar una cierta cantidad de estos autómatas para desarrollar sus cualidades (que no habilidades, pertenecientes todavía al ámbito del homo sapiens de la Nueva Era Atómica) en actividades artísticas, sin ningún resultado. Los humanos despreciaron este arte por ser demasiado sencillo, o demasiado abstracto, o demasiado cargado de cuestiones sin trascendencia; el resto de autómatas sencillamente lo ignoraron, el arte es para quien tiene emociones.
Cuando salen de sus oficinas, grises y elegantes, tan algorítmicas como ellos, se dirigen inmediatamente a los grandes transbordadores que cruzan la ciudad igual que ellos, sin pensarlo, siguiendo caminos marcados que no acaban, que siempre vuelven a empezar. Bajan de estos transportes extenuados, sedientos de un enchufe de donde poder tomar la energía gastada durante el día. Se alimentan de información, se nutren de millones de datos sobre las materias más dispares, que recopilan a través de sus extensiones electrónicas. Cuando dichas extensiones se rompen, deben ser reemplazadas lo antes posible, o el autómata quedará inservible, obsoleto, inutilizado para ese trabajo que se les ha asignado sin preguntarles.
Estos autómatas, tan robóticos al principio, se han ido perfeccionando con los años. Como su presencia resultaba algo extraña para sus compañeros humanos, los ingenieros han invertido todos su esfuerzos en hacerlos similares en aspecto y comportamiento. Han desarrollado increíbles algoritmos por los que puede parecer que estas máquinas tienen... sentimientos. Tal ha sido su éxito en esto último que hoy en día se puede ver a humanos compartiendo su tiempo con ellos, e incluso tomándolos como pareja, eso sí, siempre atentos a llevar una estación de recarga portátil para las extensiones.
Los humanos son plenamente conscientes de que el futuro de estas relaciones es difícil, y trágico con toda probabilidad. Sin embargo, es un hecho probado que se siguen sucediendo, aumentando incluso su número, lo cual es un problema que trae de cabeza a los antropólogos de los últimos tiempos. ¿Por qué el ser humano sigue prefiriendo lo artificial, las emociones sintéticas de un insensible y racional ordenador? Algunos psicólogos han advertido la repetición de la opinión “suficiente tengo con lo mío, como para preocuparme por lo que pasa en la cabeza de otro. Así es mucho más fácil” entre sus pacientes. 
Pero no es cierto. Al fin y al cabo, son autómatas, devoradores de información. Lo saben todo, sin saber nada. El baile hipnótico de sus números y razonamientos no es suficiente. Las emociones se comparten, y un algoritmo no puede hacerlo, no puede comprender, responder, reconfortar; no pueden reír, llorar, gritar, cantar, sentir los latidos de un corazón emocionado; no pueden tener sentimientos, no pueden vivir.
Estos hechos, bien conocidos por sus creadores y cohabitantes planetarios, son motivo de lástima, a veces incluso de una rabia furibunda de parte de quienes intentan extraer de ellos la menor prueba de un ánimo no automático. Sin embargo, y he aquí una verdadera ironía humana, los propios afectados jamás serán conscientes de sus carencias existenciales.



Préstamo castellanizado de la palabra inglesa Earthian, derivada de la palabra Earth (Tierra) y el sufijo -ian que indica a sus habitantes. Este término entró en uso después de la primera migración a Marte, en el año 10 de la Nueva Era Atómica.

martes, 21 de abril de 2020

Fénix


Mira desconcertado a su madre. “Ahí no hay nada” le dice, “Pero mamá, habías prometido explicarme qué miras, me lo habías prometido. ¡No hay nada!” Ella, con esa sonrisa de mago que ponen los adultos, mira la hora en la pantalla y espera pacientemente hasta que la última cifra cambia. “Ahora,” le responde calculando el tono exacto que flota en el baricentro entre la energía, la dulzura y la autoridad, “vuelve a mirar”.

Sin rechistar, echando la vista hacia atrás con desconfianza, vuelve a asomarse por la ventana tubular. En la oscuridad empieza a distinguirse un destello, una luz roja, amarilla, blanca, todos los colores giran y se funden en una última explosión que devuelve la lente a la oscuridad.

El niño no sabe qué sentir, tiene la sensación de que la explosión se ha llevado también toda su sangre. Se queda inmóvil, petrificado, observando una nada que sabe que no volverá a brillar. La voz de su madre, de quien se había olvidado casi tanto como de respirar, le hace dar un respingo. “Ha hecho lo mismo por lo menos desde hace 12 años” dice más para ella que para su hijo. “Cada día a esta hora explota y muere… lo cual quiere decir que cada día renace. No hay ningún cuerpo que haga eso, es único, indescifrable.”

Él la mira todavía mudo. Tiene tantas preguntas que hacer que no quiere hacer ninguna. Las pupilas en los ojos de su madre se han transformado en dos lentes a ninguna parte, y de pronto se siente como la aguja de una jeringuilla que las atraviesa, que inspecciona, que succiona sin llegar a extraer nada. Todo parece moverse salvo ella, todo el tiempo parece detenerse salvo el suyo.

La observa, perplejo, dándose cuenta por primera vez de las canas que asoman escondidas en la maraña de pelo, de que sigue frunciendo el ceño incluso cuando sonríe y de que las cálidas manos que antes le han enseñado a enfocar el cielo  - así, con estas ruedecitas - tiemblan casi tanto como sus labios.

miércoles, 4 de marzo de 2020

A sangre y tinta

Y lees,
Lees tanto hasta ver doble
Hasta emborracharte de fonemas
Silenciosos que retumban
En las cuencas de tus ojos.
Y lees más,
Como si no fueras tú,
Como si no fueras los personajes que observas
Desde fuera, desde atrás, 
Como si fueran tus amigas,
Esas que pertenecían a un mundo
Que no te pertenecía. 
Lees
Lees y te crees tinta
Y no sangre,
Celulosa
Y no carne.
"Este es mi cuerpo:
Tomad, y leed todos de él;
Esta es mi sangre:
Tomad, y conoced el anima
Que una vez fue"
Lees
Y te llenas de vacío, 
Te vacías de silencio,
Silencias la voz que te susurra,
"Estas son mis palabras. Muere, y vive por mí"

2. Duelos del nuevo Oeste


Un asiento...tres personas en pie... un guitarrista tocando lánguidos acordes al final del vagón... un joven estudiante que se come una pasta de dudosa consistencia sentado a las puertas...
Los tres contendientes miran fijamente el asiento, establecen sus estrategias. No se mueven, se diría que han congelado el tiempo en ese preciso instante, que el equilibrio del universo depende de esa quietud, que cualquier movimiento en falso provocaría el colapso de toda materia existente.
La guitarra ha cesado su canto. El estudiante les dedica un rápido vistazo indiferente. El anuncio de la siguiente parada rompe el silencio, y comienza el baile.
Dan todos un paso, que interrumpen al mismo tiempo. Un amago de ataque, una finta. Todo inútil: vuelven a estar donde empezaron. Uno de los contendientes se lleva una mano a la cabeza, la otra al estómago, indicando seguramente algún tipo de dolor que puede hacer que se derrumbe cualquier momento, convirtiendo una potencial rendición en una acción humanitaria. Avanza hacia el sitio, seguro de que nadie le impedirá alcanzar el ansiado trono, pero el segundo duelista saca su arma. Una mochila de dimensiones probablemente doctorianas[1] entra en la escena. Esto deja a sus oponentes reflexionando sobre cuestiones de derecho ferroviario, y transformando el valor de la mochila a su propio sistema ponderal, calculando los daños que son susceptibles de padecer si se le ocurriera al susodicho arrojar el paquete contra ellos.
El tercero no tiene armas, ha venido despreocupado... pero sonríe, no teme. De salud impecable y libre de cualquier tipo de peso, es más rápido que cualquier contendiente. Gasta además algunos mechones canosos que le otorgan un estatus de madurez (pero aún no vejez) y autoridad.
De nuevo una finta. De nuevo un silencio. De nuevo son estatuas frente al sitio. De nuevo están dispuestos a poner sus cartas sobre la mesa. Pero tan estacionario ha sido su universo, la dimensión alternativa al mundo real, que no han reparado en que el viejo caballo de hierro ha hecho un alto en el camino y una nueva aventurera se ha internado en el campo de batalla. Como única arma, un libro abierto en la mano. Como escudo, unos auriculares disimulados bajo su melena y que marcan el ritmo de sus pasos, que avanzan a ritmo de tres por cuatro. Sin levantar la vista del libro desfila por delante del estudiante - terminada su ración diaria de veneno, observa ahora expectante la resolución del duelo - se adentra en el triángulo mortal, efectúa una elegante media pirueta y se posa, suave pero firmemente, sobre el ansiado trono. Ahora sí, mira desafiante a los otros tres, que abandonan cualquier amago de ataque y esperanza.
El tren continúa su camino, impasible ante este hecho insólito, en que el papel ha vencido sobre las armas, el victimismo y los imperativos autoritarios. No falta mucho para que pidan licencia para comprar libros, tan efectivos como peligrosos.



[1] Esto es, más grande por dentro que por fuera, o más pequeña por fuera que por dentro, dependiendo de los gustos cuántico-dimensionales de quien lea estas líneas.

sábado, 18 de enero de 2020

1. Sin Voz


Jamás llegará a entender por qué, ni será consciente del cómo, algo en el centro mismo de su ser se ha desgarrado... se han acabado las palabras. Abre la boca, y cuanto de ella escapa es una respiración jadeante, un esfuerzo mudo por recuperarse, una especie de arcada silenciosa. De nada sirve. Las palabras se agolpan en su garganta, amoratando su cara por asfixia. Intenta gritar, se tiene que sentar; lo intenta de nuevo con susurros, se va a desmayar. No hay palabras, o hay demasiadas.
Es hora de marcharse. Ni una conversación más, ni un minuto más de ahogado silencio. El concurrido transporte le otorga una protección de anonimato gris, triste, monótono. Pocos lugares otorgan un refugio mejor blindado que una multitud. Sorteando fantasmas llega hasta el vagón y comienza el asedio de los sitios que pueden quedar libres, uno de los espectáculos más frecuentes y absurdos que la capital puede ofrecer a una joven víctima de afasia.