Jamás
llegará a entender por qué, ni será consciente del cómo, algo en el centro
mismo de su ser se ha desgarrado... se han acabado las palabras. Abre la boca, y
cuanto de ella escapa es una respiración jadeante, un esfuerzo mudo por
recuperarse, una especie de arcada silenciosa. De nada sirve. Las palabras se
agolpan en su garganta, amoratando su cara por asfixia. Intenta gritar, se
tiene que sentar; lo intenta de nuevo con susurros, se va a desmayar. No hay
palabras, o hay demasiadas.
Es
hora de marcharse. Ni una conversación más, ni un minuto más de ahogado
silencio. El concurrido transporte le otorga una protección de anonimato gris,
triste, monótono. Pocos lugares otorgan un refugio mejor blindado que una
multitud. Sorteando fantasmas llega hasta el vagón y comienza el asedio de los
sitios que pueden quedar libres, uno de los espectáculos más frecuentes y
absurdos que la capital puede ofrecer a una joven víctima de afasia.
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