Un
asiento...tres personas en pie... un guitarrista tocando lánguidos acordes al
final del vagón... un joven estudiante que se come una pasta de dudosa
consistencia sentado a las puertas...
Los
tres contendientes miran fijamente el asiento, establecen sus estrategias. No
se mueven, se diría que han congelado el tiempo en ese preciso instante, que el
equilibrio del universo depende de esa quietud, que cualquier movimiento en
falso provocaría el colapso de toda materia existente.
La
guitarra ha cesado su canto. El estudiante les dedica un rápido vistazo
indiferente. El anuncio de la siguiente parada rompe el silencio, y comienza el
baile.
Dan
todos un paso, que interrumpen al mismo tiempo. Un amago de ataque, una finta.
Todo inútil: vuelven a estar donde empezaron. Uno de los contendientes se lleva
una mano a la cabeza, la otra al estómago, indicando seguramente algún tipo de
dolor que puede hacer que se derrumbe cualquier momento, convirtiendo una
potencial rendición en una acción humanitaria. Avanza hacia el sitio, seguro de
que nadie le impedirá alcanzar el ansiado trono, pero el segundo duelista saca
su arma. Una mochila de dimensiones probablemente doctorianas[1] entra en la escena. Esto
deja a sus oponentes reflexionando sobre cuestiones de derecho ferroviario, y
transformando el valor de la mochila a su propio sistema ponderal, calculando
los daños que son susceptibles de padecer si se le ocurriera al susodicho
arrojar el paquete contra ellos.
El
tercero no tiene armas, ha venido despreocupado... pero sonríe, no teme. De
salud impecable y libre de cualquier tipo de peso, es más rápido que cualquier
contendiente. Gasta además algunos mechones canosos que le otorgan un estatus
de madurez (pero aún no vejez) y autoridad.
De
nuevo una finta. De nuevo un silencio. De nuevo son estatuas frente al sitio.
De nuevo están dispuestos a poner sus cartas sobre la mesa. Pero tan
estacionario ha sido su universo, la dimensión alternativa al mundo real, que
no han reparado en que el viejo caballo de hierro ha hecho un alto en el camino
y una nueva aventurera se ha internado en el campo de batalla. Como única arma,
un libro abierto en la mano. Como escudo, unos auriculares disimulados bajo su
melena y que marcan el ritmo de sus pasos, que avanzan a ritmo de tres por
cuatro. Sin levantar la vista del libro desfila por delante del estudiante -
terminada su ración diaria de veneno, observa ahora expectante la resolución
del duelo - se adentra en el triángulo mortal, efectúa una elegante media
pirueta y se posa, suave pero firmemente, sobre el ansiado trono. Ahora sí,
mira desafiante a los otros tres, que abandonan cualquier amago de ataque y
esperanza.
El
tren continúa su camino, impasible ante este hecho insólito, en que el papel ha
vencido sobre las armas, el victimismo y los imperativos autoritarios. No falta
mucho para que pidan licencia para comprar libros, tan efectivos como
peligrosos.
[1] Esto es, más grande por dentro que
por fuera, o más pequeña por fuera que por dentro, dependiendo de los gustos
cuántico-dimensionales de quien lea estas líneas.
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