Hoy es el gran día… el día de mi fuga. Ya que el doctor no está dispuesto a darme el alta, he decidido que me voy. Sólo he tenido que solucionar dos problemas: la ropa (no puedo ir por ahí con una bata de hospital), y un señor raro que me vigila y me persigue cada vez que salgo de la habitación. Me di cuenta de esto hace un par de semanas, que fue cuando dejaron de dolerme por completo las piernas y empecé a dar paseos por el hospital.
La cuestión de la vestimenta ya la he solucionado. Convencí al doctor de que me sentía demasiado ridícula con la bata, y de que podría perjudicar gravemente a mi estado psicológico, ya muy dañado, y que total ya no necesitaba tubitos,… el caso es que el chico se portó y fue recolectando prendas viejas de las enfermeras, que se solidarizaron con la causa. He reservado para este día unos zapatos bastante cómodos, unos vaqueros estampados y una camisa que no es que me quede ancha precisamente.
El problema del “guardaespaldas” salido de entre las sombras ha sido un poco más complicado. He estado toda la semana yendo y viniendo para intentar ver qué es lo que le interesa de mí. He descubierto que si me meto a un baño se queda respetuosamente en la puerta. Mi plan es el siguiente:
El autobús tiene la primera parada en la marquesina del hospital. Sale todos los días a las cinco y media justas, sin esperar a nadie. Lo único que tengo que hacer es entrar al baño de la planta baja tres minutos antes de que salga el autobús. Allí podré salir por la ventana y, para cuando el gorila este se quiera dar cuenta de que no salgo yo me habré ido.
Bueno, allá voy. Salgo de la habitación. Miro discretamente al gorila, pero lo suficientemente bien para saber que está mirando... ejem, las evidencias de mi condición femenina. La verdad, no sé si eso es bueno o malo. Igual le distrae y me facilita las cosas, o se impacienta más de lo que debe y me pilla. Miro el reloj, son las cinco y veintiséis. Cuento hasta diez y entro en el baño. Abro la ventana con tiento, para que no se oiga. Salto por ella y echo a correr. Afortunadamente, la ventana da a la parte de atrás del hospital y nadie me ve. Llego hasta el autobús justo antes de que cierre las puertas. Le entrego un surtido de monedas que me he ido encontrando en los pantalones al conductor. Me mira con cara de desconcierto, y luego me devuelve algunas monedas. No me siento, me bajo en la primera parada. Así tengo alguna posibilidad de despistar al armario empotrado.
No sé dónde estoy. Todo me resulta extrañamente familiar, pero no sabría decir ni siquiera en qué ciudad estoy. Me dejo guiar por mis pies, sin rumbo fijo, pero mirando a cada esquina por si tengo que huir. ¿Qué es esto? Me he topado frente a frente con una gran reja. Me separo un poco y miro hacia arriba. “Jardín Botánico” rezan unas letras cobrizas, medio comidas por el óxido. No sé por qué, pero creo que ahí dentro está la clave de todo. Empujo la puerta, está abierta. Nada me impide la entrada, así que sigo adelante. Voy de acá para allá, sin encontrar ninguna de las respuestas que busco. Vago sin destino por el jardín, quizás el subconsciente quiera echarme una mano para encontrarme. Andando, andando llego hasta un edificio de ladrillo. No es muy alto. Voy a entrar, algo me dice que hay algo ahí dentro. Cruzo el umbral. Es una exposición de flores. Voy mirando una por una, pero no coinciden con la de mis recuerdos. La que está en mi cabeza está viva, y todas las de la exposición están prensadas y muertas. Descubro que hay unas escaleras que llevan a la terraza. Subo por ellas. Dejo que el aire fresco del exterior llene otra vez mis pulmones. El oxígeno vuelve a mi cerebro. Miro a mi alrededor. ¡La he visto, son ésas! Son como la flor de mi memoria, son flores de naranjo. Comienzan a venir a mi mente lo que supongo que son recuerdos de mi pasado. Una sala con gente... gritos... un sonido breve y seco... silencio. Un silencio teñido de rojo. Un rojo brillante e hipnótico.
- Sabía que vendrías.
¡¿Quién anda ahí!? Me doy la vuelta. Es Ulises. No tengo ni idea de dónde ha salido el nombre, pero es él. Un momento, ya me acuerdo. Era mi “jefe”, quien mandaba donde quiera que yo trabajara.
- No me mires así. Al fin y al cabo todos nos conocíamos muy bien y no fue difícil encontrarte aquella vez y hacerte perder la memoria. Era obvio que volverías por aquí, siempre pasa. - Mira el reloj.- Es extraño, Heracles ya debería estar aquí.
Miro hacia las escaleras. Surge de ellas un hombre más o menos de mi edad. Sin que yo pueda hacer nada por evitarlo, mi cuerpo se dirige hacia él corriendo y lo abraza. Yo aún estoy procesando quién es, pero parece que mis brazos y mis pies saben perfectamente cómo reaccionar ante él, y parece que no lo hacen mal, ya que él responde de la misma forma. Nos separamos. Yo aún no acabo de entender todo lo que está pasando. Miro a uno y a otro.
- No me puedo creer que esto esté pasando – comienza a decir Heracles,- pensé que te iba a perder para siempre. Verás, no te respondí a las cartas porque pensé que lo mejor era que no me vieras en un estado tan lamentable como en el que me encontraba, pero con la última... Me faltó tiempo para llamar a Ulises.
- Y menos mal que yo pude pillarte a tiempo.
Aún no entiendo nada.
- Estabas a punto de saltar desde la azotea. No es que sea muy alta, pero sabías como hacer para darte un golpe certero. Por suerte pude distraerte un poco y hacer que fallaras el intento. Sé que perdiste la memoria y que no puedes hablar, eso debe ser consecuencia del shock. Fuimos nosotros quienes pusimos a Polifemo en el hospital. Nos ha tenido informados en todo momento de tus progresos, y nos ha llamado en cuanto se ha dado cuenta de que te has escapado. Es uno de esos muchachos de la última hornada, una buena persona, pero un poco perdido. A estas horas estará en un avión rumbo a Suiza.
Espera, espera. ¿Yo, saltar? Pero, ¿por qué? Lo único que recuerdo es el silencio y el color rojo... Ahora lo entiendo, es sangre. Es la sangre de un amigo, de un hermano. Todo cobra sentido: la habitación, el ruido, el silencio, mi no-identidad, mi deseo de saltar,... todo. Noto dos lágrimas en mis ojos. No hay ningún recuerdo en el que yo esté llorando, pero siento que me deshago, la verdad duele, en especial si la has creado tú. Miro hacia la barandilla. Heracles me sujeta la mano, y Ulises sigue hablando.
- No serviría de nada. Ni volverías a ver a Ícaro, ni conseguirías arreglar lo que ya está hecho. Sólo serías uno de tantos casos. Tú, precisamente, deberías saberlo mejor que nadie. Además, hay otra forma de expiar las culpas. Heracles y yo hemos estado hablando, y hemos decidido someternos al juicio del pueblo. De paso podemos acabar con este sinsentido iniciado por el gobierno hace ya diez años y evitar a otros caer en la locura en la que estamos. Esta mañana he disuelto el nuevo equipo formado. Por fortuna acababan de salir del entrenamiento y aún no habían aceptado ninguna misión, no les pasará nada. Nosotros somos el último reducto de un plan sádico y sanguinario, y en nuestras manos está impedir que se repita.
- Entenderemos que no quieras venir con nosotros – Heracles me aprieta cariñosamente la mano.- Te podemos dar unas horas de ventaja, suficiente para que puedas huir. Lo tenemos todo preparado para que con una llamada el mundo sepa cómo las gastan los de arriba.
¿Huir? No recuerdo ningún momento en el que haya tenido ganas de hacer tal cosa. Ninguno salvo... Les miro a los ojos, luego miro a la flor del naranjo y asiento. Iré hasta el final con ellos, con mi familia. Heracles coge el teléfono, siempre sin soltarme la mano. Parece que le dé miedo que cambie de opinión y decida matarme. Me mira por última vez antes de marcar, y yo recupero la voz sólo para decir: “hagámoslo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario