martes, 24 de enero de 2017

Llorar está permitido

Tres policías, tres bandidos. Una persecución callejera sin precedentes en la historia. Los bandidos - ¡ah, cobardes! - huyen tras haber asaltado la reserva de piedras preciosas, ocultas hasta el momento del robo en las alforjas colgantes de los caballos metálicos.

Los criminales corren esquivando inocentes peatones, empujándolos incluso, cuando es necesario. Los presentes, atónitos ante el espectáculo, inmóviles, observan ambos bandos: el bien y el mal, la ley y su transgresión, el perseguidor y el perseguido, las rapaces y las carroñeras.

Perlas coloreadas de todos los colores - rojas, azules, amarillas, verdes, negras, naranjas, marrones, blancas, y hasta moradas - se escurren entre las manos de los rateros. Caen al suelo en medio de “taps” y rotos “crsh”, dejando un reguero polícromo detrás de ellos, marcando, más bien, el camino de que deben seguir los agentes de la ley.

Ambos prófugos guardan el gesto duro, ardiente, de quien tiene por único destino el infinito, el vasto infinito que los mantendrá a salvo. No hay fronteras para ellos, no existen los muros ni las finas líneas divisorias que aparecen en las cartografías más básicas, y que son habitualmente más sólidas e imponentes que las gruesas murallas. No existe para ellos “atrás”, han renunciado a él para poder tener todo el “adelante” posible. No vale pararse, no vale mirar lo que han dejado, no vale dudar, no vale pensar, nada de eso vale ya.

Los dos policías se entregan a su deber, sin perder de vista nunca a sus objetivos. Los impulsan dos motivos, dos instintos, dos naturalezas. La primera y más superficial, su papel de garantes del orden, su responsabilidad de hacer que todo sea “como debe ser”. La segunda, más primaria, bien arraigada en su ADN, la lucha por proteger “lo que es suyo, sólo suyo y nada más que suyo”. Ellos mismos han sido víctimas del vandalismo, y no pueden tolerarlo, esto ha ido más allá de una batalla filosófica sobre los principios de bien y mal, es más bien una lucha entre el “mío” y el “tuyo”, el “ego” y el “alter”.

Uno de los ladrones resbala – ¡maldición! – y cae. Todo se detiene, la persecución ha llegado a su fin. El mundo de buenos y malos estalla como una bola de nieve contra el suelo. Policías y bandidos recuperan su aspecto y edad, las joyas vuelven a ser dulces chucherías, las carreras vuelven a ser juegos de niños. El caído se incorpora entre sollozos desconsolados, en un llanto que solamente aquellos que guardan aún sentimientos puros pueden emitir.


El otro permanece estante, impactado por la suerte de su compañero de correrías. Quienes hasta ahora los habían perseguido, algo más altos, los alcanzan en cuestión de segundos. Uno de ellos coge los caramelos en silencio, metiéndolos meticulosamente en sus bolsillos. Se vuelve entonces hacia el caído. Un gesto muy adulto: le ayuda a levantarse. Un no-gesto muy infantil: la no-petición de dejar de llorar. Porque mirar atrás no está permitido, dudar no está permitido, pero llorar, ahuyentar el dolor con aullidos, con lágrimas de purificación, con muecas dignas de las divinidades más apotropaicas; llorar, en fin (o por principio), llorar todavía está permitido.

1 comentario:

  1. Menos mal que siempre nos quedará el llanto (y no solo a ciertas edades).
    Como ya te he dicho, magnífico relato. Precioso y emotivo giro final.
    Un abrazo,
    Lau

    ResponderEliminar