Tres
policías, tres bandidos. Una persecución callejera sin precedentes en la historia.
Los bandidos - ¡ah, cobardes! - huyen tras haber asaltado la reserva de piedras
preciosas, ocultas hasta el momento del robo en las alforjas colgantes de los
caballos metálicos.
Los
criminales corren esquivando inocentes peatones, empujándolos incluso, cuando
es necesario. Los presentes, atónitos ante el espectáculo, inmóviles, observan
ambos bandos: el bien y el mal, la ley y su transgresión, el perseguidor y el
perseguido, las rapaces y las carroñeras.
Perlas
coloreadas de todos los colores - rojas, azules, amarillas, verdes, negras,
naranjas, marrones, blancas, y hasta moradas - se escurren entre las manos de
los rateros. Caen al suelo en medio de “taps” y rotos “crsh”, dejando un
reguero polícromo detrás de ellos, marcando, más bien, el camino de que deben
seguir los agentes de la ley.
Ambos
prófugos guardan el gesto duro, ardiente, de quien tiene por único destino el
infinito, el vasto infinito que los mantendrá a salvo. No hay fronteras para
ellos, no existen los muros ni las finas líneas divisorias que aparecen en las
cartografías más básicas, y que son habitualmente más sólidas e imponentes que
las gruesas murallas. No existe para ellos “atrás”, han renunciado a él para
poder tener todo el “adelante” posible. No vale pararse, no vale mirar lo que
han dejado, no vale dudar, no vale pensar, nada de eso vale ya.
Los
dos policías se entregan a su deber, sin perder de vista nunca a sus objetivos.
Los impulsan dos motivos, dos instintos, dos naturalezas. La primera y más
superficial, su papel de garantes del orden, su responsabilidad de hacer que
todo sea “como debe ser”. La segunda, más primaria, bien arraigada en su ADN,
la lucha por proteger “lo que es suyo, sólo suyo y nada más que suyo”. Ellos
mismos han sido víctimas del vandalismo, y no pueden tolerarlo, esto ha ido más
allá de una batalla filosófica sobre los principios de bien y mal, es más bien
una lucha entre el “mío” y el “tuyo”, el “ego” y el “alter”.
Uno
de los ladrones resbala – ¡maldición! – y cae. Todo se detiene, la persecución
ha llegado a su fin. El mundo de buenos y malos estalla como una bola de nieve
contra el suelo. Policías y bandidos recuperan su aspecto y edad, las joyas
vuelven a ser dulces chucherías, las carreras vuelven a ser juegos de niños. El
caído se incorpora entre sollozos desconsolados, en un llanto que solamente
aquellos que guardan aún sentimientos puros pueden emitir.
El
otro permanece estante, impactado por la suerte de su compañero de correrías.
Quienes hasta ahora los habían perseguido, algo más altos, los alcanzan en
cuestión de segundos. Uno de ellos coge los caramelos en silencio, metiéndolos
meticulosamente en sus bolsillos. Se vuelve entonces hacia el caído. Un gesto
muy adulto: le ayuda a levantarse. Un no-gesto muy infantil: la no-petición de
dejar de llorar. Porque mirar atrás no está permitido, dudar no está permitido,
pero llorar, ahuyentar el dolor con aullidos, con lágrimas de purificación, con
muecas dignas de las divinidades más apotropaicas; llorar, en fin (o por
principio), llorar todavía está permitido.
Menos mal que siempre nos quedará el llanto (y no solo a ciertas edades).
ResponderEliminarComo ya te he dicho, magnífico relato. Precioso y emotivo giro final.
Un abrazo,
Lau