Sol, tierra, silencio, la mano torpe y suave de mi compañero. Marchamos
en fila de a dos, bien agarrados hacia ese espacio gigante que hasta ahora
siempre ha pertenecido a ellos, a los
mayores, y que ahora también nos pertenecerá a nosotros, que dejamos atrás
los columpios y los obstáculos de colores, que descendemos por la tortuosa
rampa en lo que será nuestra primera catábasis, el viaje a los infiernos de los
números y las letras.
El sol y la tierra cambian, el pie vacila, la mano se suelta, el suelo
se acerca. La respiración se corta; alrededor, solo silencio. Un tropiezo, una
caída, una lágrima que no debe caer porque ya cae la sangre de unas rodillas
abiertas que más tarde, con el agua, se volverán de color rosa, color rosa
pálido, débil, entre toda esa piel oscura. No
llores, no ha pasado nada, ¿te duele? No, sí, no lo sé, ¿me duele? Creo que
me duele. No, no miréis, no ha pasado nada, no me miréis, seguid, seguimos, no
miréis, el suelo de baldosas, la sangre, el dolor, las lágrimas, nada existe,
no lo miréis, seguid.
***
Levántate, ¿te has hecho daño?
Otra vez el suelo, la respiración, los labios que tiemblan. No, no me he hecho
daño, las rodillas están bien. No, no quiero volver a hacerlo, no quiero volver
a intentarlo, el suelo sigue estando demasiado cerca. Debes. No quiero, no pasa nada, otro día. De nuevo. No, de verdad, estoy bien, no pasa nada. Otra vez, o el miedo no se irá; al miedo no
hay que darle tiempo de acomodarse en la memoria, el único recuerdo que debe
permanecer es el de superarlo. Otra vez, de nuevo.
Veo a mis compañeros que saltan delante de mí. Nadie se cae, solo yo,
solo a mí me quiere el suelo. No quiero caer, no delante de ellos. No veo, no
quiero, no sé dónde estoy ni cuánto falta para acabar. La última sombra desaparece
y comprendo que es mi turno. No me limpio los ojos, no quiero ver el suelo, no
quiero ver nada. Si no veo nada, nada existirá: quien me obliga a saltar de nuevo, otra vez, la barra, el suelo.
Corro y salto. Por favor, no te caigas, no te caigas, por favor, por
favor, no te caigas, no mires al suelo, salta, no te caigas, la barra no
existe, el suelo está lejos, salta.
Desconozco el final de la historia, nunca he vuelto a saltar una barra.
***
Uno, dos, tres, cuatro, esto es. Esto es el equilibrio, ocho, nueve diez. Por fin, equilibrio. Permanezco, ligera, sobre una pierna. El cuerpo inmóvil, contraído, recto, fuerte, suspendido. Una palmada lo desmonta, hay que seguir, la música no espera. He pasado horas y horas tratando de comprender qué, cómo sentir para alcanzar el equilibrio. Y lo he alcanzado, y lo he mantenido, y lo he derrumbado para continuar.
Porque el equilibrio es estático, no avanza; hay que volver a bajar, moverse entre los infiernos, retomar el ritmo de los compases y volverlo a encontrar… pero no vuelve. No siempre. Porque no basta con conocerlo: es esquivo y hay que acercarse a él poco a poco, sin prisa, con seguridad... escapa solo con pensarlo.
Uno, dos, tr… no vale. Uno, dos, tres… cuatro al suelo. Uno, dos… ¡vuelve! Uno, d… U… Uno… Basta, se ha ido, se ha esfumado.
***
Silencio, jadeos, labios húmedos. ¿Estás
bien, te duele? No, sí, ahora sí, no,
espera, sí, mejor. ¿Qué hago aquí? Un espejo en el techo me devuelve la mirada,
me muestra el suelo al que estoy cayendo. Me muevo, y una masa sudorosa se
mueve sobre mí, conmigo, nos movemos, al límite del colchón, al límite del
suelo.
Cambiamos, está detrás de mí, no lo veo, siento sus manos, lo siento
volver a moverse. ¿Y así, te duele? No. Sí.
Me inclino, me muevo, hundo mi cara, no quiero ver, no quiero que me vea,
tampoco me quiere ver. Me toca, se excita, se mueve, me duele. Para, termina,
acaba ya, por favor, me duele. ¿Te gusta?
Sí. No. Me duele. Me siento intentando volver al equilibrio, me siento
contraer, moverme, avanzar para que todo acabe. Basta.
Se aparta lentamente, me derrumbo sin volver a mostrar mi cara. Besa mi
cuello, mis hombros, mi espalda. Ha acabado, no sabe si yo lo he hecho. ¿Te ha gustado? Sí. No. ¿Quieres continuar? No. No. Se tumba.
Aparto mi cara, seca ya, de la almohada, me abraza, me besa la frente.
***
Miro el enorme agujero del suelo, ese suelo maldito que me ha
perseguido antes quizás de que lo pueda recordar, ese suelo que me ha llevado
siempre hacia él, siempre más duro, más oscuro, más traidor. Ese suelo me
invita ahora a sumergirme en él, a traspasar ese límite de solidez que parecía
tan seguro: siempre existe un “más abajo”.
Hormigas y arañas siguen indiferentes en sus agujeros, solo un escorpión
me mira, inmóvil y alerta, desde las sombras. Del suelo siguen saliendo los
restos de quienes descendieron mucho antes que yo. Pero también estos restos
acabarán, estos viejos fantasmas dejarán de hacerme compañía.; también a mí me
llegará el momento de volver a la superficie, al mundo de los cuerpos, de los
sonidos, de la luz.
Pero no hay donde apoyarse. Las raíces son viejas, inestables, están
rotas. Una vez más, tendrá que ser el suelo, este suelo de lodo y guijarros,
quien decida cuándo y cómo abandonarlo, cuántas rodillas tendrán que sangrar,
cuántos equilibrios derrumbar, cuántas serán las barras que haya que saltar,
cuántas las almohadas que mojar.
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