El ocaso se lleva volando las
montañas condensadas, que cruzan sin atravesar las altas torres, seña, perfil y
fachada de la ciudad que nunca fue, de la ruina que se comió los mármoles, del
vacío que esculpió la pobreza.
Las voces que hace poco se oían persiguiéndose
de esquina en esquina se han apagado, de golpe. Queda, pesado como el plomo, el
batir de mis dedos sobre el teclado, pasos de un elefante que vaga perdido en
sus recuerdos.
Melodías de una tierra que es
mía, que no lo es, que nunca vi y siempre escuché agitan las alas de mi espina
dorsal, me toman de una cintura nacida con el desaparecer de la carne, con la
muerte del tiempo, con la agonía de la fuerza.
Fuera todavía se oyen, sin descanso, los tambores de una ciudad que duerme mecida entre caballos y banderas.
Fuera todavía se oyen, sin descanso, los tambores de una ciudad que duerme mecida entre caballos y banderas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario