martes, 4 de junio de 2019

Atardecer en la facultad

Las nubes bailan entre los adoquines, los edificios se contonean en un compás aún desconocido para el ser humano. El cielo se ha teñido de amarillo, de rojo, de luz; el aire se ha llenado de ozono. El temporal no es ya cruel, ni frío; no moja, es solo recuerdo, inofensivo, inocuo, inexistente.

El ocaso se lleva volando las montañas condensadas, que cruzan sin atravesar las altas torres, seña, perfil y fachada de la ciudad que nunca fue, de la ruina que se comió los mármoles, del vacío que esculpió la pobreza.

Las voces que hace poco se oían persiguiéndose de esquina en esquina se han apagado, de golpe. Queda, pesado como el plomo, el batir de mis dedos sobre el teclado, pasos de un elefante que vaga perdido en sus recuerdos.

Melodías de una tierra que es mía, que no lo es, que nunca vi y siempre escuché agitan las alas de mi espina dorsal, me toman de una cintura nacida con el desaparecer de la carne, con la muerte del tiempo, con la agonía de la fuerza.

Fuera todavía se oyen, sin descanso, los tambores de una ciudad que duerme mecida entre caballos y banderas.

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