martes, 25 de diciembre de 2018

Pesadilla antes de Navidad

Se escucha correr el agua. No es aquí; aquí no corren más que los rumores y las ratas. La oscuridad de fuera contrasta con la penumbra cegadora que nos rodea. Silencio en la sala, ojos perdidos en el horror de la incertidumbre.
Unos metros más abajo se oye llorar a la criatura que con dos semanas de vida parece haber entendido el mundo que le ha tocado en suerte. También nosotras lloramos, porque lo hemos comprendido demasiado tarde, el primer llanto no debería haber cesado. Encontramos en el gélido vacío un refugio ante el abandono del poco calor que habíamos encerrado en cajitas esparcidas en una red que creíamos perfecta... y tanto lo era que han desaparecido todas a la vez.
Una carcajada. ¿Dónde? No lo sabemos. Los dedos de los pies se contraen en las zapatillas, sangran discretamente ante la paradoja de que todavía existan motivos para la risa.
El invierno ha llegado, ha venido para quedarse, para convertir en hielo cada respiro, cada paso, cada esperanza. La niebla empaña los rayos solares.  No nos quedan más que la mirada del espanto, el llanto de la desesperación y la llama de una vela que vemos languidecer hasta que también ella, como nosotras, se consuma y ceda.


martes, 4 de diciembre de 2018

¿Huérfanos de historia?

Es la segunda vez que lo oigo, entre todos los análisis por las elecciones andaluzas, entre todos los "crisis", "normalización del discurso de derechas", del "descontento" y la "dinámica global. Todavía no sé quién se lo ha inventado pero sé que no lo quiero volver a oír. Nunca. Bajo ningún concepto. Es perverso y, lo que es peor, es mentira.
Resulta que mi generación, los millennials (y en verdad os digo que nunca creí que me fuera a incluir de forma voluntaria bajo esta denominación), ya no somos solo una generación de flipaos, malcriados, vagos e ingenuos. Ya no somos esa generación que creía que los sueños se hacen realidad (cuando igual lo que creemos es que tenemos que “luchar mucho” para alcanzarlos, tomar diferentes caminos o cambiarlos a tiempo), que ya no buscaba una plaza de funcionario y fundar una familia para sentir que habían cumplido con el sentido de su vida. Ni siquiera somos esos pobrecillos que andaban perdidos, deambulando sin rumbo en los callejones de la existencia, porque no hemos construido un relato como el de la transición. No, ya no somos nada de eso. Ahora, por lo que parece, “no tenemos historia” y así, claro, o pasamos de todo o votamos al primero que nos promete caramelos, ya sea la encarnación del comunismo más amable o el facha mayor del reino (porque, por otra parte, los únicos votos que deciden unas elecciones son los de la juventud).
Y escribiría unas líneas más poéticas, o más alarmistas sobre lo ocurrido en Andalucía pero, una vez más, quizás convenga detenernos también en estos pequeños detalles. Porque la historia, queridas personas mayores, sabias, vividas y con experiencia, está hecha de pequeños detalles, de procesos, del fluir del tiempo. Aquello que llamáis Historia es la Odisea, es el Cantar del Cid, es Pearl Harbour, el "no pasarán" y es la Transición. Es, como decíais, un relato. Confundís, confundimos, porque así nos han educado, porque así nos lo han enseñado, la historia con la épica, los procesos con sus culminaciones, la versión con los hechos, y fama con heroicidad.
Tenemos historia, claro que la tenemos. Toda ella, por cierto, la compartimos con vosotros, que lleváis a las espaldas la historia que compartisteis con vuestros padres, que bien os podrían haber dicho que no teníais historia porque no habíais vivido una república, o una guerra, o una posguerra, o los años más duros (¿los hubo blandos?) del franquismo. La generación millennial tiene historia y hace historia. Una historia más global, si queréis, o más difuminada, más perdida entre las sombras de la sobreinformación, que oculta los avances en feminismo, el debate sobre migración o los movimientos para decidir sobre cómo queremos que sea el país al que nos ha caído en suerte pertenecer. Somos la generación con la historia heredera de la que consideráis vuestra, como si se pudiera poseer, como si cada generación hiciera una gran cosa y ahí se parara su reloj, todo hecho, se chapa, “cerrado por historicidad”.
Una historia heredada, por cierto, llena de invasiones (bárbaras, árabes o de inmigración), de grandes hombres, llena de gobernantes que imponían la paz. Una historia llena de racismo, machismo, xenofobia y todos los –ismos y fobias habidos y por haber, que se sigue aprendiendo así de memoria, y luego nos preguntamos que por qué tenemos esta sociedad que vota contra el diferente, contra la división a ultranza, que se caga en la muda recién lavada de la ideología ante cualquier aparente perturbación en la fuerza (o de las fuerzas).
Tenemos historia, se siente, es nuestra madre, como lo es vuestra, no existe la orfandad histórica. El problema no es la historia, o quizás sí. El problema es creer que tenga que haber una historia chapada a la antigua, la de los antiguos héroes, la de las grandes revoluciones. Y quizás lo peor es que nos hemos olvidado de cómo acabamos cuando cierto señor bajito y con voz de pito decidió que iba a hacer historia, que iba a pasar a la historia, que nos iba  a regalar su propia versión de la historia, porque nos estábamos perdiendo la Historia.



domingo, 25 de noviembre de 2018

“Yo nunca”: ellas nunca


Vivimos, no es ningún secreto, en el mundo de las dualidades, del blanco y negro, del siempre y del nunca. Los prejuicios nos rodean, y definimos nuestro entorno, cercano y lejano, a través de una historia única, nuestra historia. Y no ideamos de esta forma solo nuestro mundo actual, sino que también la reconstrucción del pasado está contaminada de la Historia presente; constreñimos a nuestros antepasados a las mismas cárceles ideológicas y sociales en las que vivimos, los encerramos en nuestra limitada visión de los acontecimientos. Construimos de esta forma un único relato, una única versión, hecha de normas, de presupuestos y axiomas que nos impiden ver otras realidades, de igual manera que el quinto axioma de Euclides nos impidió ver geometrías en las que la línea recta no es el camino más corto entre dos puntos.
Y en este mundo de oposiciones, del yo contra el otro, es donde debemos situarnos y tomar conciencia de lo que implica la eliminación sistemática de todos los grises, los nosotros, las dimensiones invisibles a los ojos, encerradas todavía en jaulas de ignorancia. Sólo a través de este ejercicio de autoconocimiento y reconocimiento podremos comenzar a caminar en pos de una pluralidad de relatos, y asumir que un hecho no tiene una, ni siquiera dos versiones, sino una infinidad de ellas; debemos, en fin, abandonar el infantil pensamiento del si no lo veo no existe y la falacia del “nunca”.
Este “nunca” nos impone una verdad tan invariable como su naturaleza gramatical, una afirmación alrededor de la cual construimos nuestro pensamiento. Y en esta visión singular y unidireccional encontramos, como una losa sepulcral bajo la que enterrar siglos de historia, los malditos “ellas nunca” que acompañan a casi todos los grandes libros de la disciplina y conforman una especie de rosario de la archaeologia: ellas nunca salieron de casa, nunca fueron a la guerra, nunca gobernaron, nunca trabajaron, nunca estudiaron, nunca fueron independientes,… nunca escribieron. Si la realidad es caleidoscópica, hemos empañado todos los espejos de nuncas, borrado los reflejos, y hemos escondido las posibilidades que no se ajustaban al modelo bajo el título de excepción, y la creencia de que “la excepción confirma la regla”, en lugar de admitir que existe una alternativa no contemplada. Y es que lo único innegable es que las mujeres – no todas, igual que no todos los hombres – siempre han sabido leer y escribir. Así lo demuestran los registros iconográficos y arqueológicos, donde las podemos ver leyendo rollos, encontramos tablillas entre los ajuares funerarios de niñas, cartas enviadas entre mujeres romanas en el limes britannicus, etc. Y es más: en muchas ocasiones era precisamente la mujer quien se encargaba de las primeras etapas de la formación de la edad infantil, la historia y los cálculos (no olvidemos que la oikonomía nació como el deber femenino de administrar la propia casa) comenzaban con la madre.  Otro argumento, que hoy se quedará en el tintero por ser exponencialmente complejo, es el de la literatura que no deja huella más que en la cultura colectiva: la literatura oral. Baste recordar que el propio Homero (uno, muchos o ninguno) no “existió” hasta que alguien puso por escrito los poemas épicos.
Pero podríamos pensar que la relación entre mujeres y escritura ha sido siempre banal y esporádica, sin llegar a concretarse en la verdadera creación de obras filosóficas o literarias más que en algunos casos, que tendemos a dotar de una descripción del contexto social y familiar, sin un afán histórico o de comprensión de la obra como haríamos con Platón o Aristófanes, sino con espíritu justificativo. ¿Cómo, en un mundo de hombres, pudo triunfar tal o tal mujer? ¿Quién se lo permitió? Un hombre escribe porque es producto de su tiempo, una mujer es producto de su entorno y en segundo lugar de su tiempo. No deseo con estas palabras que se malinterprete la relevancia (toda) del contexto en que surge una obra sino, más bien al contrario, recalcar la importancia de buscar los mismos contextos y no aceptar ninguna obra como surgida de la nada.
Sin tener que bucear mucho en la bibliografía más básica publicada en las últimas décadas, nos encontramos un panorama con tantas excepciones que es insostenible continuar denominándolas así. La pregunta que nos planteamos entonces cambia de forma, acercándose a algo parecido a: ¿y dónde han estado todo este tiempo? ¿Por qué no se conocen más obras? ¿Es que su calidad, como afirman algunos, era inferior a la de sus contemporáneos? ¿Es la literatura producida por mujeres solo apta para mujeres? ¿Es solo el tiempo, y no las personas, quien decide qué merece la pena salvar?
La elección de la reproducción y difusión y, sobre todo, el impacto de las obras ha estado, y está, solo en raras ocasiones en manos de quienes las han creado. En el caso de las escritoras, muchos trabajos han permanecido en una especie de dimensión paralela, sin llegar a traspasar el umbral de la publicación, y mucho menos el del reconocimiento. El visado al país de la fama y la literatura universal se ha cobrado el anonimato y el cambio de identidad. Aún hoy conocemos casos de mujeres que, sin llegar al extremo del anonimato, se han ocultado bajo la inocuidad de las siglas.
Los textos destinados por tanto a ser publicados y recordados han sido escritos por hombres en un porcentaje mucho mayor que de mujeres. Es muy difícil, hagan la prueba, encontrar un porcentaje de autoría femenina superior al 30% en editoriales mixtas, a menos que hablemos de géneros considerados “menores” como la literatura erótica o romántica, o la literatura infantil y juvenil. Tenemos en consecuencia un acceso mucho más fácil a los pensamientos y narraciones masculinas que  a las femeninas y, lo que puede ser todavía más paradójico, y hasta perverso, a pensamientos “femeninos” inventados por hombres. Y en este mundo de pensamientos versados desde una sola parte de la realidad, aquellos provenientes de otras perspectivas nos resultan extraños, desconocidos y “ajenos” (paradójicamente, también para nosotras), poco dignos de atención. Se da la paradoja de que vivimos como mujeres, pero leemos como hombres (y escribimos como podemos).
Afortunadamente (no sería justo no decirlo) el panorama editorial está cambiando, cada vez se publican más libros escritos por mujeres, y no solo europeas, lo que expande todavía más nuestro espectro visual. Aun así, si se quemaran todos los libros del mundo mañana, se desprogramaran los ordenadores y nos quedaran solamente las referencias a las obras y recomendaciones, quizás algún filólogo o historiador avispado deduciría que, efectivamente, el papel de la mujer dentro de la Literatura (esa que va con mayúsculas, la Universal) ha sido siempre ínfimo y excepcional, que tendrá que ser explicado solo a través de circunstancias especiales, como una especie de mantra maldito, como un peligroso juego de embriagadora ignorancia.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Dimensión paralela 517


“Listo”, pensó mientras colocaba el tarrito (“alabastrón,” dijo para sus adentros, “es un alabastrón, no un tarrito”) y cerraba, por fin, la caja. Se levantó. Junto a la urna quedaba el hueco justo para apoyar el ajuar recién completado. En tres días celebrarían el entierro, el gran pequeño final que su madre, siempre medio en serio medio en broma, había descrito tantas veces.

Su madre… cayó la primera lágrima que lograba atravesar la barrera invisible de sus cuencas oculares. La secó inmediatamente, no se permitían intrusas más allá de la frontera. El tanatorio había resultado una experiencia fría, irreal, casi onírica. Siempre acompañada, pero siempre sola, no sabía si alegrarse o entristecerse por el denso vacío que reinaba en aquella sala. Ni siquiera ella había sido capaz de despedirse de aquella señora desconocida que habían metido en un ataúd demasiado grande para su cuerpecito. “Está limpia” era todo lo que había acertado a decir a su mejor amiga mientras la miraba con cara de circunstancias… “blanquísima”.

De todos los recuerdos que conservaba y atesoraba con su madre, el blanco no era, de ninguna manera, un color que la distinguiera especialmente. Cuando era pequeña se la llevaba con ella y “la tropa” a los campos, aquellos terrenos blandos e infinitos. Aprendió con ella a hablar con la tierra, escucharla, acariciarla y sentirla; aprendió a viajar con sus ojos y sus manos por las sendas del devenir humano.

Ni siquiera en los meses de invierno, cuando iba a recogerla después de las clases o cuando comenzó su apacible trabajo en la Biblioteca Municipal, rendida ante la imposibilidad de compaginar la investigación con las necesidades básicas (y, sobre todo, las necesidades de ella, su hija), ni siquiera entonces llevó nunca las manos del todo limpias. Sus uñas siempre delataron sus contactos clandestinos con “la tropa” en el laboratorio de la universidad. Eso, cuando no aparecía con un aspecto digno de un soldado americano en Vietnam.

Y no solo del laboratorio: se paraba en la calle, en los parques, se llenaba los bolsillos de cristales y piedras “preciosas” (preciosas para ella, no estaba demasiado segura de que también para el resto del mundo), que más de una vez se deslizaban fuera de sus pantalones, como si fueran migajas que le indicaban el camino a la vida que tanto añoraba. “Tanto estudio…” aún oía a su abuela, en tono de tierno reproche, con el olor del café frotando en aquella cocina teñida del color de los años, “tanto estudio para acabar entre libros. Desde luego que rica no vas a ser nunca, hija mía.” Veía entonces en los ojos de su madre, del mismo color de los campos que amaba, todos los relámpagos del Olimpo, un chispazo que sólo podría dejar indiferente a su abuela. Pero no duraba mucho, enseguida arrugaba su rostro con una sonrisa, hacía aparecer un hoyuelo, se encogía de hombros y respondía: “Bueno, pero me regalan libros”.

Decenas de veces vio esta escena, decenas de veces exclamó la abuela: “¡Ay, hija, qué maldición también con los libros! ¡Si no tienes dónde meterlos! ¿Llegastes (porque a la abuela se le escapaba aquella ese que ella había heredado a pesar de los esfuerzos de su madre) a deshacerte de esas cajas que tenías, que decías que ibas a donar a alguna parte?” “Claro, mamá, se las llevé a una ONG” mintió todas y cada una de las veces. La realidad era que había cambiado las estanterías por unas de esas con doble fila corredera, el paraíso y la perdición para alguien como ella, alguien con dificultades para exiliar incluso los libros que nunca más volvería a leer, como si con ello renunciara a una parte de sí misma, como si entregara una parte de su alma. Porque su madre era así: leía, se construía y deconstruía con cada página, aprendía y asimilaba, y guardaba con pasión enfermiza aquellos ladrillos que conformaban su muro frente a una realidad que no era siempre amable. A veces los prestaba, una forma velada de regalarlo: “libro prestado, libro regalado. Si no quieres perder un libro, o una amistad, regala un ejemplar nuevo, pero no lo prestes” solía decirle. Al final había acabado por comprender que en realidad era su manera de compartirse, de regalar sus cachitos más luminosos, que daba en custodia a gente de confianza. Le había costado una vida comprender todo esto, entender por qué aquella mujer, silenciosa, parca en gestos y palabras, se empeñaba en hacerle heredar sus viejos cuentos, en comprarle otros nuevos, en inundarle la habitación y la vida de pesados volúmenes. Le había costado comprender por qué se empeñaba en intentar imitarlos, en escribir y, sobre todo, por qué a pesar de todo esto no había intentado completar una novela. “Me desangraría” le había dicho en una ocasión. No había más que hablar. Quizás no se sintiera capaz, quizás le doliera demasiado, quizás, sencillamente, escribía como se dibuja, como se saca una fotografía, como se extirpa un tumor emocional, una operación que debía ser veloz y rápidamente suturada. En los últimos tiempos había destruido sus cuadernos, borrado todos los archivos del ordenador. Su madre había borrado toda huella de sus sangrías literarias, las historias del pasado hablarían por ella.

Volvió a mirar la urna. “A mí quemadme,” solía decir. “Los arqueólogos son unos depravados, unos sádicos sin escrúpulos… ¡vete tú a saber qué harán con mis huesos! Ni en broma acabaré tras una vitrina. O peor… ¡en un almacén! No, a mí me quemáis y me hacéis un bonito ajuar, con un poco de todo, que se jodan en el año 3000 cuando lo saquen”. Y se reía, pensando en la cantidad de chorradas sobre la ritualidad que escribiría algún pobre espíritu descarriado de los caminos del Mercado. Así sería. Quienes quedaban aún de “la tropa” habían ayudado: figuras de acción, vasitos en cerámica, bisutería, sus amuletos (en el saquito que había descolgado de la entrada y que había dejado la pálida huella de su ausencia)… y cristales de cuarzo. Cristales como los que acumulaba en los bolsillos, como los que le daba (“ten, traen buena suerte, llena siempre tus bolsillos con cuarzo, te ayudará a encontrar lo que estás buscando”), como los que no llevaba aquel día en que no encontró las fuerzas para respirar, en que su corazón se paró delante de aquel escritorio.

Había muerto en azul, desangrada en sus últimas palabras, con su alma goteando desde el plumín roto de la estilográfica. 

martes, 11 de septiembre de 2018

Espíritus


Un cuerpo tarda entre 5 y 30 minutos en morir con una arteria seccionada, desfallece a la semana sin agua, puede estar una mes en ayunas. A la pena le bastan 3 segundos para matar, y una vida a la soledad.

Dicen que perdemos 21 gramos antes de entrar en la morada subterránea o arder en el infierno industrial. Hay quien cree que es el alma, que vuela por fin libre, sin especificar muy bien adónde va. Los más realistas afirman que es la pérdida de fluidos y gases del cuerpo en estado extremo de relajación de músculos y esfínteres. Hay incluso una pequeña parte de la población que ha decidido que da igual cuánto de etéreo, gaseoso o líquido nos abandone, si permanece el plomo, que no tardará en corromperse y sufrir un segundo fallecimiento.

Ahí, en el espacio indefinido de tránsito entre la no-vida y la muerte efectiva, estoy yo. Corto y coso, hago y deshago, remato asesinados. Me calzo bata, gorro, mascarilla, guantes; bisturí en mano, todo listo para abrir. Noto un hormigueo en el cuello al abrir la piel, de nuevo tierna, blanda carcasa que cede ante mis impacientes dedos. La sangre no brota, simplemente se desliza, densa y negra. El pestilente hierro inunda con su aroma la solitaria morgue.

Recojo el negro hilo haciéndolo caer en el pequeño contenedor donde se funde y se confunde, formando con las últimas gotas círculos concéntricos, una pupila que me observa desde el otro lado. ¡Alto! Las sombras acechan, los espíritus se mueven, me hablan, se acercan. Tomo la bolsa de vacío, aspiro, se llena del oscuro elemento. Una gota ha quedado fuera, la siento recorrer mi brazo más allá del guante, erizarse el vello, una corriente en la espalda, casi la puedo saborear.

No hay tiempo para recrearse, están aquí. Cojo la sierra, los huesos ceden sin lamentos, sin resistencia a los dientes de acero. Corazón e hígado están a salvo. La sangre y el hielo, la carne en su sitio. Gira el pomo, veo la sombra, me quieren, lo quieren. Pero están a salvo. Conmigo, están a salvo, ¡no os los llevaréis! Los llevo conmigo, viven conmigo, sin atravesar la segunda frontera de la muerte, ¡son inmortales, soy inmortal!

¡Espíritus de los infiernos, no os temo!

domingo, 2 de septiembre de 2018

Soy


Soy la hormigueante voz que por tus epidérmicos requiebros serpentea. Soy la duda enredada en tus pestañas, la palabra que retienes en la correcta impasividad de tu rabia.

Soy esos uno, dos, tres saxofones que improvisan las notas de una vida que suena con dos compases de retraso, el andante de percusión del pan tostado triturado y el adagio de un té recién escaldado. Soy los zapatos con que bailan los poetas que reciben transfusiones de versos que nunca sangraron, que disturban el pasado con los hilos ciegos del futuro.

Soy quien te oye escucharme, en silencio, mientras observas lo que fui y tejes con tus luces y tus ondas una red para la sirena que hoy te habla.

Soy yo, soy tú. Soy quien vive donde nadie llega, quien te da su cuerpo, el tuyo, que nada recibe más que fusta y esperas. Porque soy, somos, dolor y cura, ritmo y mármol, musa y vacío, aire y fango.


miércoles, 1 de agosto de 2018

Sacrificios propiciatorios

Tres granos de trigo, acéptalos Madre. Mantén en ellos el fuego del hogar, de las cálidas paredes. Tres granos de trigo, Madre, para volver de la tierra donde mueren las olas, de la patria de la bruma y los ensueños.

Tres gotas de sangre, alado Psicopompo, para apartar del camino los abismos y las altas cumbres. Toma de mí la fuerza para guiar mis pasos, bebe este líquido, llévame contigo, sácame de los Infiernos.

Mi aliento, Vientos, tomadlo todo. Llevad la nave, desgarrad las velas, elevad las olas, quebrad los remos. De puerto a puerto, de vida a vida, devolvedme al tiempo.

jueves, 28 de junio de 2018

Tierra

Gaviotas: tierra. Vamos, barca mía, hemos llegado. El fin de nuestra huida ha arribado, pliega las velas. Vamos, sigamos las emplumadas alas que ninguna jaula conocen, sean nuestros lazarillos en esta oscuridad que nos abraza y tira de los retales de sueño que aún nos cuelgan.

Esta arena, estas costas, son ahora nuestras. No hay árboles, hierba, alimañas susurrantes. Solo moluscos cadáveres, fantasmas de ultramar, descansan en este largo colchón; como yo. Como yo, barca mía, que he abandonado tus brazos mecedores, que duermo al raso y al frío húmedo, que he tomado por sepultura el mundo y ahora se apaga mi aliento; ojos mudos, pies ciegos, corazón muerto.

La espada del Telamonio ha actuado, la locura ha sido sanada y la cordura agita aún su espada, la realidad asesta la última estocada. Sólo te pido, barca mía, que no me dejes aquí, abandonada. Ahora muero, ahora sangro, ahora grito y me desgarro; mañana volveré a empuñar tus remos rumbo a nuevas islas de ceniza y emplumados vagamundos.

jueves, 14 de junio de 2018

Léthe

Pasa y llega, nada, todo, la total ausencia, el final del camino, sombras de hojarasca. La senda se desdibuja, las dunas pasan, se suceden, las grietas desangran el desierto. Susurros, rumores, el bosque crepita, aúlla, se lamenta.

Eco pesado, putrefacto, que se arrastra, serpentea en el zigzag del vacío. Palabras desorientadas, erráticas, que se alargan en un infinito gemido, en una tormenta de momentos en caravana hacia el olvido.

El viento sopla, demoníaco Levante, las espirales levantan el lago. Aves de largo pico custodian la nave que se aleja desapareciendo en un punto impropio del ocaso.



miércoles, 30 de mayo de 2018

Nihil novum


Pues sí, nos hemos acostumbrado. Nos hemos acostumbrado a tener ladrones por patrones, a sostener a todos los tuertos mientras ajustamos las vendas que nos cubren los ojos, a mirar el dedo en lugar de las mareas de plata que fluyen hacia aguas internacionales.

Nos hemos acostumbrado a mirar con recelo, a ver “al otro”, a creer que todo es normal, merecido, ineludible. Nos hemos acostumbrado a que nos impongan la paz y la palabra (casta y castellana). Nos hemos acostumbrado a ser nosotros también “el otro”, a una guerra tácita, al “conmigo o contra mí”, sin pensar que la respuesta a veces es “juntos, contra ellos”.

Nos hemos acostumbrado a mirar, observar, esperar, temblar y callar. Nos hemos acostumbrado a secar las lágrimas de antiguas emociones y devorar una prensa cargada de bombas que no estallan pero nos carcomen, a esperar con miedo las nuevas que el alba ha de traer y aquellas que nunca han de llegar.

Nos hemos acostumbrado, en fin, a calzarnos la armadura para no librar batalla.

domingo, 6 de mayo de 2018

La balsa de Medusa

El cielo es hoy igual al cielo de ayer. El añil lento, las nubes ligeras, el viento de levante. El filósofo, encaramado al tejado, busca señales en el vuelo de unos pájaros que desaparecieron con la última luna.

El agua no cambia, no fluye, la tierra se mueve. Los cantos, las plantas, caminan colina arriba. Atisba las sombras que permanecen en el fluctuante líquido: nana del adiós, cuna de la muerte.

El mismo, la misma, todo distinto. El mismo, la misma, el norte al oeste. La brújula ha fallado, la razón ha sido secuestrada. Amnesia, afasia, apatria. Ojos desorientados, mentes vagabundas, niños adultos perdidos.

Las almas han sido expulsadas, cubiertas de brea y plumas. Restan los cuerpos, vacíos, de serrín, pesados, inamovibles. Tumbas desiertas, desiertos superpoblados.

Han migrado los pájaros del filósofo, han escapado los versos del aedo. Nacimiento y muerte se esfuman, no hay miedos, no hay valentías, no hay épica ni poesía; sólo silencio.

Atardece y las nubes vuelven, se revuelven, se acumulan, se tiñen 

se funden

con la sangre

de los exiliados.

sábado, 21 de abril de 2018

Algo nada divertido que algún día tendré que repetir


Hay regresos que no comienzan en una plácida isla mediterránea viviendo un idilio con una ninfa de grandes encantos… ni con un exótico tritón, dicho sea de paso. Muchas de ellas comienzan a las siete de la mañana con el toque de corneta más desagradable concebido por la mente humana: el reloj-despertador de pitido clásico (“clásico” porque su horror trascenderá nuestro tiempo y el de nuestra descendencia).
Hay odiseas que sí, comienzan en una estación espacial que es un ir y venir de individuos alienados - y alienígenas en su mayoría  -  que se encuentran en dificultades para atravesar la primera barrera: los lectores de códigos de barras están hechos a prueba de japoneses.
Para quienes - ¡oh, bendita fortuna! – atravesamos las puertas hacia el transbordador sin mayor problema, nos espera el cuerpo especial de la guardia fronteriza galáctica. “¿Líquidos?” No osaría. “¿Portátil, cámara?” No, señor, todo en orden. “Esas botas…” No diga más, ya me voy descalzando. Con los pantalones medio caídos, presumiendo de calcetines, conteniendo la respiración y rezando a todos los panteones para que la puerta interdimensional no tenga nada que objetar a la entrada en el universo cerrado de los muelles aeroportuarios doy un paso al frente… Silencio, suspiro de alivio.
Pero todavía no estoy dentro: hay que recuperar los bártulos que he dejado sobre la cinta transportadora, único acceso de los seres inertes a la nueva dimensión. Pero la cinta está parada, uno de los bultos se somete al riguroso examen de la (pobre) funcionaria de turno. “¿Lleva algún embutido?” Sí, bueno, es que vivo fuera… ("alguno": dos paquetes de jamón, dos chorizos y un lomo que volvería loco a Freud). Si es necesario que saque algo… (no, por favor, tendría que pedir varios permisos de excavación antes de alterar a estratigrafía de mi propio equipaje). Sonríe: “No te preocupes, se ve claramente… Debe de pesar”. Gracias (pesa: un cerdo y una biblioteca no es algo que muchas espaldas resistan). Todavía con una gota de sudor resbalando por la frente, recojo la mochila, la maleta y la bandeja con las botas sospechosas y las arrastro hasta un asiento cercano para recomponer mi condición de persona lo mejor que pueda.
Una puerta de embarque es uno de los lugares más engañosos que puedan poblar este mundo nuestro. Porque tú confías en tu billete: a las 9.10 se abrirán las puertas y el pueblo, como el de Moisés, comenzará su migración. A las 9.08 la hora en las pantallas cambia: la liberación acaecerá a las 9.15. Podría ser peor, podría retrasarse una hora, o dos, o cancelarse… podría llover. La Fortuna, parece, sigue estando de mi lado, aunque a las 9.20 hayan vuelto a cambiar la hora a las 9.10 (¿tendrán el secreto de los viajes en el tiempo, el testamento secreto de Stephen Hawking?).
El vuelo trascurre sin incidencias, aunque el señor de tres asientos más allá no deja de aspirar entre espasmos. Al parecer no ha pensado en romper las cadenas de las mucosas sirviéndose de un pañuelo. ¿Inconsciencia, masoquismo, temeridad? Nunca lo sabr… “Pueden abandonar el avión por la salida anterior o posterior, gracias por confiar en Ryanpain”. ¡En sus marcas! “Signora X! Ma anche Lei volava in questo aereo!” ¿Cómo? ¿Qué ocurre? ¿Por qué se dan la mano? El señor que tan efusivamente ha asaltado a una de las pasajeras se vuelve a su amigo mientras bajamos las escaleras en un alarde de agilidad y contorsionismo impensables para su edad: era su profesora de español en la universidad, que vuelve de pasar la Semana Santa con la familia (¡pero qué deliciosa casualidad!).
Y si la puerta de embarque es el lugar de las distorsiones del espacio-tiempo, la sala de recogida de equipajes es una máquina del tiempo. Ante mí se presenta un escenario digno del gran Coliseo romano gracias probablemente a un diálogo similar al que sigue (cámbiense aquí el sexo, género y nombres de ambas personas, nada alterará el resultado):
-  Oye, Pierluigi, ¿abrimos una cinta nueva para los equipajes del vuelo que acaba de aterrizar?
- ¿Pero estás de la olla?! ¡Cómo se nota que eres nuevo! 20 pavos a que la señora en chubasquero no llega a coger su maleta a tiempo y tendrá que esperar a la siguiente ronda.

Y de esta forma nos vemos convertidos en salvajes, que luchan con bravura para llegar hasta sus preciadas maletas. Se oyen gemidos, gritos de “¡ahí sale!”, perdones, disculpas, “es que es la mía”… Si esto fuera Barcelona lo más probable es que ya nos hubiera disuelto una manada de antidisturbios.
Tren regional, segundo transbordo. “¿Es este el tren hacia Florencia?” Eso espero, señora. “Es que en el cartel del andén no pone nada…” Italia es el país de las sutilezas: solo quienes están dispuestos a arriesgarse alcanzarán su destino, los caminos de Trenitalia son inescrutables.
Finalmente, tras dos horas de viaje, tomar las escaleras de salida desde los infiernos de la estación hasta la ciudad alta, atravesar la calle de las obras eternas (casi a ritmo de Neverending Story) y comprobar con satisfacción que tengo las llaves de casa conmigo consigo derrumbarme en mi cama.
Moraleja: la cuestión no es dónde, como decía la vieja canción de The Kinks, “where will we be?” sino cómo y de qué manera se vuelve a casa.

martes, 3 de abril de 2018

Ventisca


Ver un copo, luego otro, luego otro. Blanco sobre blanco, frío, vacío. No hay relato, no eres nadie, no haces nada. Copo, copo, copo, tormenta de culpas: ellos sí, nosotros no, tú jamás.

Ver un copo, luego otro, luego otro. Pensamientos al viento, congelados, paralizados. Bloque cerebral, neuronas de hormigón. Copo, copo, copo, atormentado remordimiento: tú todavía, tú cómo, tú  qué.

Ver un copo, luego otro, luego otro. Pies de hielo, palabras de plomo. Copo, copo, copo, tempestad nauseabunda: emoción glacial, iceberg a la vista, tsunami de conciencia, supervivencia naufragada.


domingo, 18 de marzo de 2018

El desierto


Se ha sentado allá donde ya no hay ciudades, donde nada crece, donde el viento ha huido y el sol esquiva la piel.

Ha abandonado un mundo sin hogar, un tejido del que no forma parte. Es el hilo enganchado, la puntada deshecha; re-coser o cortar. Un hilo del color equivocado, antitramado.

Ha tomado las sendas deshabitadas, los caminos que aún no han sido explorados. Ha caminado hasta no sentir las piernas, derrumbarse, desfallecer. Ni un alma, nadie. Se ha dejado caer donde nadie buscará, ni hay nada que encontrar.

El tiempo no se ha detenido, porque no existe, solo insiste. El metrónomo escarlata no cesa en la producción de segundos que no discurren; se posan, cuajan.

Se ha sentado en silencio, porque ya no hay palabras. Se ha sentado allá donde la vida es un espejismo, donde nada es, o todo es dejar de ser. Se ha sentado allá donde su reflejo es transparente, donde cada certeza se esfuma, donde no cabe la duda; donde no se puede permanecer, ni huir. Se ha sentado allá donde sabe que no volverá, que nunca ha estado, ni existido, ni sido, ni será.



sábado, 3 de marzo de 2018

A una madre

Te quiero, pero no te puedo ni ver. Te adoro, pero ya no puedo soportar contemplarte. Eres hija de otros tiempos, y los años te han cambiado. Cada vez más vieja y cada vez más niña, más egoísta, más inmadura. Quieres hacer hoy lo que hacías en tu juventud, como si no sintieras las cuatro décadas en tus huesos vacíos, carcomidos por las infecciones, con las defensas concentradas en procesos autoinmunes, sin atacar al cerebro gangrenado que guía tus pasos.
Atemorizada, te comes a cada nueva generación. Como al titán, te aterra que alguien destruya el orden que tanto te has empeñado en establecer, la paz impuesta sin consensuar. Escondes tras barrotes los gritos de rabia de las musas, quemas en la hoguera las páginas de tu historia más oscura, matas de hambre a tus mayores y empujas al exilio a tu descendencia más joven, que huye de tus garras.
No me malinterpretes, madre. Yo te llevo en lo más profundo de mi ADN, y te quiero; pero no te aguanto. Cada una de las noticias que llegan a la tierra de las viejas leyendas, cada nueva acción, me golpea como una puñalada bañada en alcohol; me quema, me endurece. Te quiero, madre, pero no te reconozco. O mejor, te reconozco demasiado: vieja e inamovible, sorda y medio ciega, miedosa y soberbia, cerrada y reaccionaria. No te soporto, y no soporto este sentimiento, esta rabia que has sembrado y que aflora cada vez que oigo tu nombre, este miedo a descubrir un nuevo episodio de tus desvaríos, de esta esquizofrenia paranoide que se ha apoderado de todas tus células. No te quiero ni ver, ni oír, ni intuir; no quiero saber en qué te estás convirtiendo, o en qué no llegaste nunca a convertirte. Porque ya no sé quién eres, ni quién quiero que seas, ni quién quiero ser yo para ti. Y en este no saber siento tu calor perderse entre las brumas toscanas.

viernes, 16 de febrero de 2018

El tejido del tiempo

¡No consientas que traspasen el umbral! ¡Y mi marido con ellos, no permitas que vuelva a esta casa! Tú, hija del Tronante, dame la espada con la que emularé al loco Áyax. ¡Si ha de volver el dolor, que sea el último! Baja, portadora de la égida, y permíteme mirar las pupilas de la Gorgona.

AFRODITA ¿Qué son esos lamentos? ¡Oh, Tritogenia! ¿Dónde está esa desdichada?
ATENEA Allí abajo, en Ítaca.
AFRODITA ¿Allí? No hay más que hombres.
ATENEA Es el palacio de Odiseo.
AFRODITA ¿El ingenioso extraviado?
ATENEA El mismo. Su esposa todavía lo espera en la isla, no ha salido del palacio.
AFRODITA ¿Sola?
ATENEA Recluida entre esos muros desde que los guerreros marcharon a Troya, hace veinte años que escucho sus llantos.
AFRODITA Y mientras el guerrero saltando entre islas, ¿gobierna ella?
ATENEA Bien sabes que no; es su vástago quien ordena. También él la ha abandonado siguiendo los pasos del padre, perdiéndose entre la seductora espuma que te dio la vida.
AFRODITA Podría desposar a alguno de esos hombres, volver a ser reina.
ATENEA No es reina si no puede gobernar.
AFRODITA Podríamos liberarla, que huya de esta isla maldita...
ATENEA Ella es la isla, inmutable. Odiseo es el mar que viaja, cambia, envejece. Ella se debe a la tierra, a los campos; vive en ellos, germina con ellos; siempre permanece, con cada primavera rejuvenece. Ya liberamos a Helena...
AFRODITA ¡También ella era mar! ¡Nosotras somos el mar! Somos sus olas, su espuma…
ATENEA Y a la marea se unirá si no ponemos remedio. Pero no puede abandonar la isla, Cipris, los dioses no lo permiten.
AFRODITA ¿Qué hacer, entonces?
ATENEA Ven, te la mostraré.
AFRODITA ¿Es aquélla?
ATENEA Sí.
AFRODITA ¡Qué pálida está! Parece una estatua.
ATENEA Sus ojos son ya de vidrio y sus manos se han endurecido en el telar, Medusa de cabellos de lana.
AFRODITA ¿Y qué teje con tanto tesón?
ATENEA Una red, su propia trampa. Dicen que cuando cese su labor escogerá nuevo marido, nuevo amo, nuevo marinero. Una nueva semilla nacerá de sus todavía fértiles campos. Condenada a no ser nunca su propio presente, a ser siempre el pasado de un héroe partido a una guerra mezquina.
AFRODITA Pero teje deprisa y nadie ocupa aún el trono.
ATENEA No, deshace su tapiz cada noche.
AFRODITA ¿Cada noche?
ATENEA Así es. Fíjate bien: cada día teje un nuevo tapiz con una nueva escena. Su cuerpo es la isla, pero su mente es la brisa que surca los océanos. Con cada amanecer emprende un nuevo viaje, cada ocaso sus manos deshacen el camino.
AFRODITA Y entonces aúlla, como ahora...
ATENEA Entonces recuerda.
AFRODITA ¿Y cuando teje, no recuerda?
ATENEA Cuando teje viaja; deja la isla, la tierra, las raíces que oscurecen bajo el suelo devoradas por gusanos. Deja su cuerpo para volar, olvida que recuerda.
AFRODITA ¿Y podría olvidar para siempre?
ATENEA Mejor: podría ser brisa para siempre, tejer su propio presente.
AFRODITA ¿Cómo? El telar es pequeño y los hilos están a punto de romperse.
ATENEA Por eso te he llamado. Dame uno de tus largos cabellos enredados entre agujas.
AFRODITA Ya veo lo que tramas, guerrera de mil encantos. Ten dos, serán más fuertes.
ATENEA Entonces añadiré yo dos más. Dame también una aguja de las tuyas, haremos con ella la madeja que sustituirá sus viejos hilos. Sea para ella la nave que ansía. Debemos marcharnos, el viejo navegante no está lejos y debo guiarlo hasta su antiguo hogar.
AFRODITA ¿Qué ocurrirá cuando arribe?
ATENEA Ninguna Penélope vivirá ya sobre esta isla...

sábado, 3 de febrero de 2018

Elpimanía


Ha salido tres veces, tres veces ha vuelto a entrar. Ha atravesado tres umbrales diferentes, un precio, cada vez un nuevo sacrificio rendido al cambio de mundos. Tres veces se ha adentrado en la vida, en la jungla, en el océano, en el vasto cielo, para volver tres veces a las profundidades, el desierto, la noche, la nada.
Se puso la vez primera la esperanza por abrigo, embutiendo en ella sus miedos, haciéndolos perecer entre una blanda capa de sueños. Volvió para descubrir que se habían aferrado a los retales de realidad que colgaban de sus ojos.
Salió luego con un espejo, hijo de la vieja épica. Ningún monstruo detendría sus pasos, ninguna luz quemaría su piel, nadie alzaría su espada contra su propio reflejo. Volvió con nuevos hilos de realidad enredados en el resplandeciente escudo, nuevos miedos asomando desde el afilado borde, un reguero escarlata a sus espaldas. Ya no verá más que el reverso del cielo, no habrá más mundo que el de la sombra. 
Una tercera incursión, la última, el retorno definitivo. ¿Cómo escapó? Nadie lo sabrá. Volvió sin sus miedos, sin su escudo, sin las sombras y los hilos. Conserva los sueños, pero ha pagado con la palabra. Nadie sabe lo que ven sus pupilas opacas, que ha dejado encerradas en la caja de Pandora.

sábado, 20 de enero de 2018

Tres cajas de Fluvilatina

Ningún obstáculo en el camino de su mano derecha hacia la nuca, en su cabeza hace años que no asoma un cabello. La mano izquierda palpa su bolsillo, en el que resuenan las veinte fichas de aluminio que acaba de recibir. Su reflejo en el cristal empañado de un coche le devuelve las lágrimas que sus ojos son incapaces de derramar. Años atrás, cuando nació El Desierto, se habría abalanzado sobre esas mismas lágrimas, habría lamido el cristal hasta abombarlo, desgastarlo, hasta cortarse con él. Ahora los coches no dejan escapar ni una molécula, todo el líquido se recoge y purifica, proceso pagado siempre a través del Gran Impuesto del Lujo Anual del 2%.

Se va a pequeños saltos. Le gusta el sonido de las monedas, le recuerda a las cascadas que ve en las pantallas de las televisiones de los centros comerciales: “Compre Fluvilatina, el mejor sustitutivo. Fluvilatina, los antiguos bosques en tu organismo”. Podrá comprarse dos...no, tres cajas. Sobrevivirá unos meses más y luego... luego... ¡Tres cajas! Quizás podrá revender una de ellas, pastilla a pastilla, y ganar lo suficiente para comprar otras dos, y volver a vender una, en una nueva paradoja de Zenón, con fracciones de tiempo disponible para rentabilizar una caja cada vez menores.

Con las monedas todavía tintinando se sienta en su banco favorito. La gran avenida es el escaparate perfecto de lo que ha sido, lo que es, lo que será y lo que nunca podría ser. Le gusta ver a las pequeñas personalidades (esas que tienen dinero para el recolector de agua pero no para un coche privado) con sus cabezas tímidamente coloreadas por una mata de pelo incipiente, que probablemente no llegará a crecer más allá de un par de centímetros, lo justo para hacer notar su pequeña fortuna líquida.

Una vez, entre esa masa de marrones y negros apagados, sin brillos, alcanzó a ver un hombre tan rico que podía permitirse recoger sus largos cabellos en una trenza. Al principio pensó que era falsa, una peluca de esas que podían conseguirse en el mercado negro y que podían cuidarse con mucha menos agua; pero brillaba demasiado, era natural, sedosa... y limpia. Era un milagro que pudiera avanzar sin que nadie le atracara, probablemente era uno de los grandes poseedores de cisternas que se enriquecen vendiendo pequeñas botellas transparentes a las pobres almas que todavía sueñan con el viejo mundo.


Desde entonces no ha dejado de pensar en ese hombre, en cuánto vivirá, en cómo vivirá. Ahora tiene veinte monedas, tres cajas, casi un año, una vida de Fluvilatina.


jueves, 4 de enero de 2018

Nolite movere

Un, dos, tres, no te muevas. Un, dos, tres, ¡alto! Recuérdate, recupérate, reposéete… no te muevas. Mira la guitarra, mírala, no cierres los ojos, no te vayas. Ese pie, páralo; la mano, bájala.

Un, dos, tres, no cierres los ojos. Sigue la mano, sigue los dedos. Mira las cuerdas, ellas vibran, tú no te muevas. Un, dos, tres, la cabeza con ellas, tú no te muevas. La emoción en el escenario, silencio en las butacas. ¡Mano al muslo; pie a tierra!

Un, dos, tres, oye, no escuches, no te vayas. Observa la emoción, no sientas. Un, dos, tres, sujeta tu cuerpo, no te muevas. Abre tus ojos, cierra tu alma.

Un, dos, tres, no te muevas, un, dos, tres, un, dos, tres, mira, un, dos, tres, un, dos, tres, un, dos, tres, no escuches, un, dos.